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Alfonso Monsalve Solórzano

Una constitución de estirpe liberal en su doctrina -no en ese triste grupo de mendicantes lázaros en la mesa del nuevo Epulón en el que se ha convertido la dirigencia del partido que usa ese nombre en Colombia, no de ahora, sino desde hace muchos años, y que ahora es petrista de estómago- es garantista de los derechos de cada ciudadano, especialmente de la oposición. También es de su esencia la subordinación del poder militar al poder civil, cuando este ha sido elegido democráticamente, según los parámetros y procedimientos estipulados por la Constitución y las leyes. Ambos valores impiden el abuso de las autoridades, que, por definición en este tipo de regímenes, son temporales, contra los que no comparten su visión de país, y evitan que las armas de las fuerzas institucionales se vuelvan contra dichas autoridades cuando no comparten sus directrices.          

Pero este garantismo es frágil y su fragilidad está en relación inversamente proporcional a la fortaleza de las costumbres y tradiciones de las comunidades políticas en las que funcionan las democracias liberales, siendo la más importante de estas, la confianza en el sistema, en el sentido de que funciona para resolver los eventuales conflictos sociales que surgen en una sociedad plural sin que sea necesario recurrir a la violencia, y, en consecuencia, la lealtad hacia el mismo, es decir, el convencimiento colectivo de que no hay que destruirlo sino mejorarlo, ampliando la inclusión y la participación.

Cuando en el ejercicio político hay sectores que no comparten esos valores, la fragilidad de la democracia liberal devela toda su miseria. En efecto, estos grupos, en la actualidad, utilizan el garantismo para minar el sistema mismo y cambiarlo por otro modelo de estirpe autocrática de izquierda -o derecha- radical. En América Latina en los últimos años el primer caso ha sido recurrente. Los grupos de esta tendencia ejercen la protesta corriendo las líneas de lo que es permitido, hasta incluir la defensa de la violencia inadmisible porque atenta contra los derechos fundamentales de los otros ciudadanos, buscando hacer legítimas prácticas violentas con las que han buscado y, en algunos casos, han obtenido el poder, específicamente, en Chile, Perú y ahora en Colombia.

En la situación específica de nuestro país, el uso de la violencia ilegítima contra el estado por parte de la guerrilla data de los años sesenta. En su largo historial han cometido delitos como el asesinato, el secuestro, la toma de poblaciones, el boleteo, el desplazamiento, el emplazamiento, la violencia sexual, el reclutamiento de menores, el narcotráfico y la minería ilegal. Esa violencia generó otra igualmente repudiable y mortal, la de las autodefensas. Ahora bien, estas terminaron derrotadas y desmovilizadas y sometidas a la justicia, mientras las guerrillas fueron debilitadas de manera irreversible en el campo militar y derrotadas políticamente, en la primera década de los dos mil, durante el gobierno del presidente Uribe.

Pero en los dos gobiernos de Santos cambiaron radicalmente esa situación, dando un giro de ciento ochenta grados, debilitando nuestra democracia: legitimó el discurso de la guerrilla, calificando su lucha como una revolución justificada y negoció con las Farc un acuerdo de paz que corrió los límites de la democracia liberal, la cual quedó automáticamente ilegitimada; y dio a tal acuerdo, que contiene artículos que son violatorios del resto de la Carta Magna y del Derecho Internacional Humanitario, fuerza constitucional. Y para hacerlo, violó la Constitución misma, usando mecanismos expeditos que eran claramente irregulares, como el llamado fast track y pasó por encima del principio democrático central de todo régimen liberal, el principio de mayorías, al desconocer el resultado del plebiscito que él mismo convocó, contando con el apoyo de un congreso arrodillado y de la mayoría de las Cortes.

La desinstitucionalización del país apenas comenzaba. Envalentonados por el acuerdo, pero sin poder mantenerse en el poder porque ganó el presidente Duque, esos sectores radicales acometieron, sin hacerse esperar la arremetida contra la democracia liberal, usando como escudo el garantismo, desde el mismo día en que el actual presidente ganó la presidencia: Petro se declaró en oposición y una serie de protestas recorrió el país, siempre apelando a dicho garantismo para envolver la sedición y la violencia en  el derecho a la protesta, utilizando el legítimo y entendible deseo de algunos grupos y personas de manifestar su desacuerdo. La protesta pacífica era utilizada por los radicales para promover la asonada, la destrucción de bienes públicos y la violencia letal contra las fuerzas de seguridad del estado en las ciudades grandes e intermedias; el bloqueo de carreteras, barrios y puertos, etc., acciones estas que reclamaban como ajustadas a la ley y, por tanto, cobijadas por las garantías constitucionales.

 Esta práctica que comenzó antes de la pandemia se agudizó durante la misma, aprovechando la angustia que producía en los ciudadanos una situación nunca vista, a pesar de los esfuerzos que hacía el gobierno para atender las necesidades de los colombianos. La movilización violenta en medio del contagio contribuyó como pocas variables, al aumento de casos positivos y de muerte; el bloqueo a puertos como el de Buenaventura y a carreteras estratégicas para la economía del país, aumento la escasez de artículos básicos de la canasta familiar; la destrucción de los medios de transporte, dificultó la movilidad de los ciudadanos de forma extrema; el ataque a  los CAI y a la policía, creaba desprotección de  la ciudadanía y contribuía al aumento del microtráfico, el atraco, etc.  ¿Cómo pueden calificarse estas acciones de derechos fundamentales que deben ser garantizadas? Petro sabía que no se podía y por eso intentó deslindarse de ellas, aunque sus segundos, claramente mantenían a la cabeza de ellas o las estimulaban sin ambages.

Ahora bien, todo lo hasta aquí reseñado, ha venido acompañado con un relato persistente en el tiempo desde hace muchos años, pero de manera acelerada en los últimos doce -que coinciden con el inicio del gobierno de Santos, con el apoyo creciente de sectores académicos y medios de comunicación y el uso intensivo de redes sociales- según el cual las autoridades legítimamente constituidas, son los exponentes por excelencia de un sistema injusto y corrupto, que hay que destruir.  El hecho es que ese relato tuvo éxito en las pasadas elecciones en la mayoría -escasa- de los electores.

La verdad es que durante los gobiernos de Santos la corrupción se institucionalizó con la mermelada para sacar adelante su acuerdo de paz; que ha habido episodios de corrupción en el gobierno de Duque, algunos de ellos investigados y otros por esclarecer, pero que no ha sido una política de estado, como lo fue en el régimen santista; que los desmovilizados han practicado la corrupción por años en el narcotráfico y la minería ilegal; que los grupos armados que hoy persisten tienen esas actividades como centro de sus actividades; que la izquierda cuando ha gobernado, ha sido en muchas ocasiones corrupta, como lo prueban las condenas de los Moreno Rojas; o que Petro, para arrodillar el congreso ha echado mano de personajes como Barreras y Benedetti y que Piedad Córdoba tiene graves problemas por presuntos delitos de corrupción; todo sin contar las investigaciones que el proveedor de bolsas de dinero a Petro ha sido imputado por presuntos casos de corrupción cuando fue subsecretario en la alcaldía de este; y qué decir de las prácticas develadas por Semana para desprestigiar a los adversarios del candidato. Y el etc. es largo.

El punto es que, con Petro, ahora de presidente con apenas setecientos mil votos de ventaja, el relato de la maldad y la corrupción puede convertirse en un arma para consolidar un gobierno radical y para perseguir a los opositores, más allá de las palabras que el mandatario electo haya pronunciado para tranquilizar a los colombianos. Veamos tres casos:

El nombramiento del exmagistrado Velásquez es inquietante. Por supuesto, el presidente tiene la potestad de nombrar a quien desee, pero las Fuerzas Armadas y la policía pueden ser objeto de una purga a nombre de la lucha contra la corrupción en ellas. Si hay prácticas delictivas hay que erradicarlas, por supuesto; pero la experiencia en otros países, como Cuba en su momento y la más reciente de Venezuela, dice que el control de los militares y la policía es esencial para consolidar un proyecto socialista.   La reforma que se propondría tendría ese objetivo. Por otra parte, personajes como el expresidente Uribe y su entorno pueden sentirse amenazados por el nivel confrontacional que han tenido con Velásquez en el pasado. Tengo claro que nadie por encima de la ley, pero eso incluye tanto a Uribe y su entorno como al nuevo ministro de defensa.

No se necesita ser un propietario de tierras -yo no lo soy- para estar preocupado por el nombramiento del nuevo directo de tierras que tiene un pasado vinculado a las invasiones de predios.

El senador Barreras, adicionalmente, ya está ambientando que el proyecto de Petro debe durar ¡doce años! ¿La reelección es mala, sólo cuando no aplica a su proyecto? Y ¿cuáles serán las reglas de juego? ¿las de Chávez, que lo eternizan en el poder, con el control del órgano electoral?

Hay otros ejemplos que no voy a citar aquí en aras a no fatigar a mis posibles lectores. Pero mi percepción dice que probablemente vamos a un intento por cambiar de modelo de estado. El asunto es que la experiencia histórica dice que aquel en el que eventualmente quiere llevarse a Colombia, no hay garantías constitucionales que se respeten. Podríamos ser otro caso en el que la democracia lleva a su propia destrucción. Ojalá me equivoque.

Publicado en Columnistas Nacionales

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