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José Alvear Sanín   

La reforma de la salud, tan letal como antitécnica, no es debatible, modificable ni corregible, porque obedece a una obsesión a la vez ideológica y patológica que comparten Petro y la ministra Corcho. Como inexorable reforma comunista, su propósito no es otro que la destrucción de todo el sector. Por tanto, no se trata de mejorar el sistema sanitario, sino de cambiarlo a las volandas por otro, inspirado en el cubano —el peor posible, porque la miseria no genera salud—, para igualar por lo bajo la atención.

A la destrucción del modelo asistencial seguirán la del sistema pensional y la del orden laboral. Y luego las de docenas de sectores amenazados por las facultades que otorga al gobierno el Plan Nacional de Subdesarrollo, como en un dominó macabro, para arrasar con la libertad económica y social.

La defensa del sistema de salud reúne las voces de sus administradores, de los salubristas, los médicos, los pacientes, los economistas, en un bien afinado coro al cual se enfrentan solo algunos marxistas fanáticos, con manidos sofismas. Pocas veces un proyecto ha merecido un rechazo tan categórico.

Bastaría pensar en los estragos que causará la regresión sanitaria de Corcho, para suponer una vigorosa oposición parlamentaria a tantos desatinos, pero, por desgracia, el precio del voto de sus integrantes aumenta en razón directa de la desmesura y torpeza de los proyectos de ley de Petro.

El expresidente Gaviria, cuyo gobierno inició el sistema de salud actual, ha fijado múltiples líneas rojas en esa materia, pero como pasó con la Tributaria, sus congresistas probablemente lo desautorizarán de nuevo, porque la mermelada supera ampliamente los principios y la razón. Y los petro-godos ni siquiera se fijan “líneas azules”.

Por esa razón, la única posibilidad de detener la locomotora de Corcho hubiera sido la renuncia de los tres ministros que se manifestaron en contra: Alejandro Gaviria (antiguo titular de Salud, que escribió un memorando incontrovertible en contra del despropósito); Cecilia López Montaño y José Antonio Ocampo. Los tres son laureados y experimentados economistas que comprenden mejor que nadie los horrores y los errores de la reforma y su impacto negativo sobre el bienestar de la población y el progreso social del país.

Ha trascendido que presentaron una prudente y asordinada amenaza de renuncia, si el presidente persistía en defenestrar a Alejandro Gaviria y seguir por esa aterradora senda. Pero el berrinche se disipó con rapidez, porque a los tres “díscolos” se les prometió —al parecer—    diplomático olvido de su inane  rebeldía, para que todos quedaran contentos…

Como los políticos no saben decir NO, también ignoran el verbo renunciar.

Estos tres grandes e ilustres economistas hubieran podido pasar a la historia deteniendo el proyecto de ley más perjudicial, debilitando, además, un gobierno funesto, pero en vez de defender la salud del país, prefirieron la mediocridad del sueldo y el carro oficial…

Cecilia, Alejandro y José Antonio, me recuerdan a un cínico que decía: “Solamente he renunciado una vez a Satanás, a sus pompas y sus obras, porque estaba muy niño, y eso me ha pesado toda la vida”.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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