No trataremos de las tierras comunales (el mir, tan bien estudiado por Max Weber), ni de los latifundios de la aristocracia, ni de los siervos, ni de las tierras vírgenes de Siberia, ni de las reformas agrarias de Stolypin, para saltar hasta el putsch en Petrogrado, que lleva a Lenin al poder. Para consolidarlo sobre el gigantesco Imperio, Vladimir Illich ordena inmediatamente:
- El cese al fuego con Alemania (para ganarse a los soldados y sus familias)
- La independencia de las naciones sometidas a Rusia
- La masiva toma de tierras.
Con esto último logra el apoyo del campesinado, más del 80 % de la población, a la Revolución. Ignoran que a esa “reforma agraria” seguirá la colectivización cuando el comunismo, después de la guerra civil, se imponga. Al desprecio de Lenin por ellos seguirá el odio de Stalin por los kulaks, los pequeños empresarios que alimentaban el país, a los que exterminará, especialmente en Ucrania, a través de la hambruna provocada (Holodomor).
Después la tierra se dividió entre granjas colectivas (Sovhoz) y cooperativas (Kolkhoz), en las cuales un campesinado esclavizado producía muy poca comida, bajo la férula burocrática encargada de lograr el cumplimiento de metas de imposible alcance. La penuria alimentaria obligó luego a tolerar cultivos “ilegales” de los campesinos: 3 % del área cultivada total, que suministraba más de la mitad de los lácteos, frutas y verduras.
La triste vida del pueblo, siempre hambreado, fue la conclusión inescapable de esa reforma agraria colectivista.
Bajo Kruschov la situación llegó a los peores extremos y la URSS se convirtió en el primer importador mundial de granos (trigo, cebada, maíz), a pesar de cultivar millones de hectáreas en granos, que superaban la suma de las áreas sembradas de esos cereales en los Estados Unidos, Canadá y Francia.
Y así, de tumbo en tumbo, se llega hasta la última reforma agraria soviética. Antes de la desaparición de la URSS, el 3 de mayo de 1990, el Congreso de la República Federativa Rusa, su mayor y determinante Estado, por 607 votos contra 369 y 40 abstenciones, decretó que, al lado de granjas estatales y cooperativas también habría propiedad privada rural. Luego se dictó una Ley para facilitar la privatización de tierras y para estimular grandes cultivos privados de cereales.
Así se puso en marcha una reforma agraria exitosa, que ha convertido a Rusia nuevamente en una potencia agrícola como primer exportador mundial de trigo, mientras Ucrania ocupa el 4° lugar.
Con mayor entusiasmo aun, los países que se separaron de la URSS —Ucrania, los Bálticos, los Centroasiáticos—, y los de Europa Oriental, siguieron ese camino.
Parecida evolución tuvo la agricultura en China, porque con la eliminación de las comunas y el retorno de la libertad en el campo, ese país también pudo superar el hambre y llegó a ser incluso exportador de alimentos.
Entonces, ¿cómo es posible que a Colombia la vayan a condenar a una reforma agraria regresiva, precolectivista, minifundista e improductiva, dirigida arbitrariamente por una burocracia, con poderes para obligar a la “venta” de los terrenos que al funcionario de Minagricultura, o al exjefe de una minga, no le parezcan adecuadamente explotados?
Sin considerar las futuras e inevitables escaseces y hambruna, aquí la reforma leninista será impuesta, porque está inscrita en el ADN de los movimientos comunistas, para todos los cuales nada hay más abominable que una estructura agropecuaria basada en la propiedad privada y la libre empresa.
Colombia requiere una reforma agraria que haga productivo el campo, que estimule su desarrollo, que incorpore la Orinoquia dentro de la frontera agrícola, que sustituya importaciones y que lleve sus productos al mercado mundial.
Una reforma agraria correcta podría sacar del desempleo a millones, pero como tropieza con el dogma marxista-leninista, no se iniciará durante el gobierno de Petro, dure estos cuatro años, doce o sea o vitalicio…