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Daniel Mera Villamizar

La fórmula en la Constitución está bien, pero exageramos en un decreto y tenemos múltiples efectos no deseados.

Se cumplió una década de vigencia del Decreto 4807 de diciembre 20 de 2011 por el cual pasamos de la gratuidad condicionada a la gratuidad total en la educación básica y media. Probablemente, Planeación Nacional y el Ministerio de Educación ya contrataron una evaluación, pero aquí va un adelanto.

Distinto de lo que algunos afirman, la gratuidad total no fue una decisión de la Corte Constitucional. La Sentencia C-376 de 2010 solamente resolvió que la “educación básica primaria es obligatoria y gratuita” ante una demanda del artículo 183 de la Ley 115/94 sobre cobro de derechos académicos en los establecimientos educativos estatales.

El artículo demandado da al gobierno la facultad de definir “escalas que tengan en cuenta el nivel socioeconómico de los educandos, las variaciones en el costo de vida, la composición familiar y los servicios complementarios de la institución educativa”, en concordancia con el artículo 67 de la Constitución, que establece que “la educación será gratuita en las instituciones del Estado, sin perjuicio del cobro de derechos académicos a quienes puedan sufragarlos”.

La Corte armonizó, como suele decir, el artículo 67 constitucional con los tratados internacionales de derechos humanos que ha ratificado Colombia y que contemplan que “la enseñanza primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente” (en particular, el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, la Convención sobre los Derechos del Niño y el “Protocolo de San Salvador”).

La decisión de la Corte Constitucional fue razonable, declarando la exequibilidad condicionada del artículo demandado, es decir, manteniendo la “competencia que la norma otorga al Gobierno Nacional para regular cobros académicos en los establecimientos educativos estatales”, menos en la básica primaria, obligatoria y gratuita. Los demandantes, Camilo Ernesto Castillo Sánchez y Esteban Hoyos Ceballos, pedían tumbar todo el artículo.

¿Cómo, entonces, de 2010 a 2011, pasamos de la “gratuidad condicionada” o regulada socioeconómicamente y de la recomendación de los tratados internacionales de “gratuidad progresiva” en secundaria y media a la gratuidad universal o total? En términos cronológicos, vino después del retiro, por protestas estudiantiles, del proyecto de reforma de la educación superior que fantaseaba con el ánimo de lucro, presentado por el mismo gobierno Santos.

La razón de política pública que adujo el Decreto 4807/2011 fue “que los cobros de derechos académicos y servicios complementarios han sido una barrera para el acceso y la permanencia escolar en la educación preescolar, básica y media, y ante ello el Estado debe generar políticas públicas orientadas a mejorar la accesibilidad de la población en edad escolar a todos los niveles educativos, a fin de que se logre garantizar la realización del derecho a la educación”.

En rigor, no se necesitaba esta medida, pues la Constitución señala claramente que no se le puede cobrar a las familias que no tienen capacidad de pago, pero pongamos que se trata de un experimento para saber si los beneficios buscados (mejorar acceso y permanencia escolar de niños y adolescentes vulnerables) justifican efectivamente los costos asumidos. De ahí la necesidad de una evaluación, de un balance transcurridos 10 años de aplicación del nuevo “paradigma” porque hay que ajustar pragmáticamente las políticas públicas.

Algunos dirán “¿cuáles costos?”, pues a menudo se presentan como efectos indeseados, aunque no por eso imprevisibles. El primer efecto no deseado, pero completamente previsible, es financiero. Las transferencias de la nación por gratuidad no cubren más del 60% del gasto de funcionamiento de los colegios y al cortar cualquier contribución de los padres de familia se agrava la desfinanciación (y la iliquidez a comienzos del año).

Los recursos por gratuidad, además de insuficientes, son inestables y con tendencia a la baja porque el rubro de nómina ha crecido más rápido que los ingresos corrientes de la nación y va primero. Para este año, a los rectores les han anunciado una reducción del 20%. En 2021, la reducción global del rubro fue del 23% respecto de 2020. En 2012, fueron cerca de $ 524 mil millones y en 2022 son $ 458 mil millones, en pesos corrientes, o sea sin descontar inflación de 10 años.

En 2012, gratuidad era el 3,54% del gasto de Educación en el Sistema General de Participaciones y en 2022 sería del 2,19%. Sencillamente, no podemos seguir así.

Con ejemplo real de una ciudad del Pacífico: un colegio recibirá $119 millones cuando su presupuesto anual esperado es de $250 millones. En mantenimiento (básico) de planta física prevé gastar $60 millones. A la fecha, no ha recibido la primera transferencia de la nación, tras dos meses de actividades. Está prohibido pagar servicios de aseo y de vigilancia con recursos de gratuidad, pero la Secretaría de Educación no ha enviado aseadoras y las clases no se pueden hacer sin la limpieza. Por más recursivo que sea un rector, le quedará muy difícil.

La solución no es pretender cubrir el faltante con aportes de los hogares que tienen capacidad económica, sino una fórmula mixta o combinada y ahí es donde aparece el segundo efecto no deseado de la gratuidad total: diluyó la corresponsabilidad de los padres de familia y la noción de comunidad educativa. Llegamos al punto de no permitir o censurar los apoyos monetarios voluntarios de los padres de familia. En el altar de una premisa ideológica estamos deteriorando la realidad de las instituciones educativas.

Necesitamos recrear las comunidades educativas y traer de vuelta y elevar el compromiso de los padres y madres de familia para iniciar y sostener una reforma estructural de la educación. Prohibir los aportes voluntarios va en contravía. Necesitamos comunidades educativas “policlasistas”, donde estratos medios y medios-altos contribuyan a la calidad de las instituciones donde estudian los hijos de los hogares más humildes, que en todo caso deben sentirse parte activa.

No podemos decirles a los hogares de estratos medios y medios-altos que lleven a sus hijos a colegios oficiales en mal estado en aquellas dimensiones importantes, donde además no podrán contribuir con dinero porque es un lío para el rector. Y tampoco podemos subsidiar 100% a los estratos que pueden cofinanciar la educación pública (porque es una política regresiva).

En esencia, hay que volver al espíritu de los que dice el artículo 67 de la Constitución, reconceptualizando lo que son los “derechos académicos”, las propias instituciones educativas (con una reorganización profesional concomitante), las comunidades educativas (aceptar que las asociaciones de padres de familia se acabaron prácticamente y que los consejos de padres no bastan) y, claro, reconceptualizando o rediseñando la educación misma que estamos impartiendo.

En medio de un proceso de cambio institucional y cultural del sector de la educación, algunas políticas actuales podrían verse extrañas y cosa del pasado, como la de no girar directamente a las instituciones educativas una parte de los recursos de calidad, la de la gratuidad regresiva o la del PAE no descentralizado a nivel de institución.

En ese marco de cambio, la composición del gasto en educación mejoraría seguramente (más recursos para calidad), aumentaría el monto y se fortalecería la diversificación de fuentes. Si las instituciones educativas son las llamadas a ser el segundo núcleo de la sociedad, hay que ver cómo están ahora (las oficiales).

Y cómo hablamos tangencialmente de eso y poco de un cambio estructural.

@DanielMeraV

https://www.elespectador.com/, Bogotá, 07 de marzo de 2022.

Publicado en Columnistas Nacionales

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