El episodio en el que el presidente Gustavo Petro pronunció la expresión “enemigo interno” resultó ser uno de aquellos en los que las explicaciones son peores que las suspicacias. O como dice el lenguaje popular: no aclare que oscurece.
Este miércoles, el Presidente se dirigió a comunidades indígenas en Caldono, Cauca, y habló de “un enemigo interno, representado por creencias, maneras de pensar, que al final lo que producen en concreto es que no se permitan los cambios a pesar de que el Presidente quiera”. Agregó a manera de ejemplo: “Entonces proponemos la reforma agraria y alguien dice no, no se pueden comprar las tierras”. Continuó diciendo que entre la discusión pasan los meses y los años y “se nos fue el tiempo”.
La interpretación inicial de algunos fue que por “enemigo interno” Petro se estaba refiriendo a José Antonio Ocampo, su ministro de Hacienda, porque a este le ha tocado salir a apagar incendios creados por declaraciones irresponsables de miembros del gobierno, y en particular tuvo que salir a decir que la idea de comprar tierras con bonos de deuda pública no era posible y de esa manera contradijo el anuncio hecho por el Presidente.
Y a la pregunta del periodista Yesid Lancheros, de la revista Semana, de si efectivamente el aludido era Ocampo, Petro respondió, primero acusándolo de “sembrar cizaña”, y luego explicando a qué se refinería su expresión: “el enemigo interno es la acumulación de normas y pasos hechos en la administración nacional durante décadas”, según el presidente para defender intereses de los poderosos.
Quedamos peor. Muy lamentable hubiera sido que el presidente viera a un ministro suyo como enemigo. Pero más lamentable aún es que el enemigo sean la Constitución, las leyes y en general las normas que regulan el actuar de la administración pública.
Petro no es el primero que experimenta esa frustración. Numerosos gobernantes, desde alcaldes hasta presidentes, han sentido rabia y desánimo cuando los procedimientos dificultan, demoran o imposibilitan lo que ellos quieren hacer. Sin embargo la mayoría de ellos, en general, han hecho lo correcto, que es procesar internamente su frustración, acatar las reglas y explorar con sus equipos las maneras de sacar adelante sus proyectos dentro de ese marco.
A ninguno se le había ocurrido declararle la guerra a la Constitución y a la ley, dándoles el calificativo de enemigos.
Dirá el presidente Petro que se refiere a las normas que no tienen sentido o son contraproducentes para el Estado, pero la norma específica a la que él hacía referencia no encaja en ninguna de esas categorías. En este caso estamos hablando de las normas que, por ejemplo, impiden que el país emita deuda pública cada vez que el Presidente “quiera”, lo cual dejaría por el suelo el crédito de la Nación, acabaría con el valor de todo lo que tenemos y podría llevar a situaciones catastróficas, sobre todo a los más vulnerables.
Ya son reiteradas las ocasiones en las que el Presidente habla de un modo en el que parecería añorar poderes dictatoriales. Empezando por las veces que ha mencionado que va a declarar la emergencia económica --que le daría un poder ilimitado--, para lo cual ha incurrido en el absurdo de anticipar lo que por definición no se puede anticipar, que son las emergencias súbitas. Y ahora con expresiones como la de ayer de que las normas no le dejan hacer los cambios “a pesar de que el Presidente quiera”.
¿Qué quiere decir que “el presidente quiera”? Por ejemplo, hay presidentes que quieren reelegirse, a pesar de que la constitución no se los permita como en El Salvador, y hay otros que “quieren” acabar con la oposición como en Venezuela, según lo dijo la ONU. Pero gracias a que la democracia existe, para eso son las normas. Ese “enemigo interno”, por el contrario, es nuestro verdadero amigo. Son las normas que impiden el abuso del poder. Son las normas que previenen la comisión de errores catastróficos.
Los defensores de Petro han dicho que el contexto del discurso aclara todo, pero no, el problema se profundiza, pues se refiere a nuestro marco de normas como una herencia de esclavistas, hecha en interés de poderosos por funcionarios corruptos.
Somos una república constitucional, y eso tiene una premisa, y es que no partimos de creer que el jefe de gobierno sea un profeta o un iluminado: no creemos que el Presidente tenga la razón absoluta como para darle vía libre a que haga lo que quiera. El Presidente es un mandatario, un delegatario que cumpliendo unas funciones puede equivocarse de muchas maneras, y podría verse tentado a abusar de su poder. También, presionado por sus propias promesas y por los reclamos ciudadanos, puede verse tentado a incurrir en aventuras irresponsables solo para cumplir o aparentar que lo hace. Para eso están las normas y procedimientos, para salvaguardar el interés general frente a la voracidad de poder de quien está en el gobierno.
https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 14 de octubre de 2022.