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José Alvear Sanín               

Por desgracia, en la historia pesan más los monstruos que los santos, los guerreros que los poetas, y los demagogos que los estadistas.

Durante la pasada semana me he detenido a pensar en los monstruos históricos. Observo que la matanza y el genocidio, llevados a niveles superlativos en el siglo XX, han sido constantes en el relato de nuestro devenir, que en nuestro caso apenas se extiende a los hechos más conocidos, desde Grecia y Roma hasta la gran posguerra en la que vivimos. Hitler y Stalin, desde luego ocupan los primeros puestos como matones, porque es muy poco lo que sabemos de historia china, abundante, con seguridad, en episodios tan aterradores como los de Occidente y donde Mao no puede estar solo...

Recordamos especialmente los guerreros y las incontables víctimas de sus hazañas, descuidando otros engendros que han subyugado, envilecido, aterrorizado y martirizado sus propios pueblos, lo que nos obliga a evocar a Calígula, Nerón y Tiberio, y saltando sobre los siglos, a Enrique VIII e Isabel I, que separan a Inglaterra de la sede romana con la más aterradora crueldad. Oliver Cromwell y sus ironsides, que completan la anterior tragedia, antes de que lleguemos a los revolucionarios como Robespierre o Lenin, obcecados en crear, a través del terror, “hombres nuevos” sobre las ruinas de la civilización. Después del ruso la lista crece. Con solo entrecerrar los ojos desfilan Ho-chi min, Mao, todos los Kim, Ceaucescu, Ulbricht, Pol-Pot y Mugabe...

Lo sorprendente (y a mi juicio, afortunado) es que en ese macabro campeonato no figuran hispanoamericanos. El gran aspirante a monstruo en nuestro ámbito sería Fidel Castro, pero la estrechez de la isla limitó su acción letal. En cambio, concibió un plan continental horrísono, ahora a punto de engullir a Colombia. Chávez y Maduro no han sido grandes matones, pero sí los campeones mundiales en la expulsión de sus conciudadanos, que tuvieron que huir para no morir de hambre.

En fin, hasta la llegada de Petro al poder este país no podía exhibir un monstruo histórico. El que más se aproximó a esa categoría fue Pablo Escobar. Petro, en cambio, descuella tanto en lo civil como en lo militar. Es frío y obsesivo. Jamás olvida ni perdona. No se le conoce gesto amable, sonrisa o gracejo. No se ha conmovido con un poema o una canción y no hay rastro de benevolencia en su vida. Tampoco se le conocen momentos de agradable expansión y su huella literaria se reduce a la firma de una biografía mendaz.

Sin embargo, es el primer dictador que ha tenido Colombia, porque Tomás Cipriano de Mosquera acabó como un pintoresco loquito, y Rojas Pinilla, quien apenas trató de imitar a Perón, fue fácilmente derrocado por una combinación de paro patronal y consejos de Monseñor Builes para no ocasionar matanzas.

En pocas semanas, Petro elimina los sistemas sanitario y pensional, y cuando le aprueben la reforma laboral habrá desaparecido en Colombia el modelo de libre empresa. Todo eso en dos años y sin violencia distinta a la de empalagar con astronómicas dosis de mermelada el número preciso de congresistas indignos e infames.

Degradar la salud pública de un país de 50 millones que tenían adecuado acceso a ella es una hazaña tan aterradora como insólita, que le da derecho a ocupar un puesto destacado en la galería que ha desfilado en líneas anteriores.

Pero si en el aspecto civil su labor destructora inicial es impresionante, no ha descuidado el aspecto militar, negativo para las fuerzas institucionales (castradas, desarmadas, desabastecidas, desautorizadas y acuarteladas), pero positivo para las suyas verdaderas, las subversivas, que ya copan cerca del 40% de los municipios.

Como si lo anterior no fuera ya un esfuerzo galáctico y sideral, en sus ratos libres ha tenido tiempo para destrozar nuestras alianzas militares, alejarnos de nuestros aliados tradicionales, desarticular la economía y aplastar el comercio, para que ahora sigamos por la senda del decrecimiento, sustituyendo los hidrocarburos por los psicotrópicos. Y todo eso, sin que haya tenido que sacrificar los largos periodos de su “agenda privada”, destinados al solaz.

Si sus guerrillas siguen conquistando territorio y el Congreso sobornado sigue destruyendo instituciones, en pocos meses seremos otra Venezuela. Petro, realmente, es un operador revolucionario de estatura universal, y no un el pintoresco saltimbanqui tropical.

¡No hay tiempo que perder! Debe ser destituido ahora mismo, sea a través de los mecanismos institucionales, o por la acción del verdadero poder constituyente, el del pueblo colombiano, asqueado de corrupción y temeroso del futuro que lo aguarda bajo el monstruo

Publicado en Columnistas Nacionales

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