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Saúl Hernández Bolívar

Si Petro sigue así, aumentará tanto el descontento que sobrarán los que quieran ir a la Casa de Nariño a tirarlo por el balcón.

Un golpe de Estado en Colombia, en los términos clásicos, es un acto difícil de ver. Es decir, un golpe en el sentido de que las Fuerzas Armadas y de Policía desconozcan al jefe de Estrado que es el presidente y lo pongan de patitas en la calle a las buenas o a las malas con todas las consecuencias que ello pueda tener.

Y no ocurrirá porque las fuerzas legítimas de Colombia no tienen vocación golpista. Oportunidades ha habido muchas y, en el último siglo, el Ejército solo ha intervenido un par de veces para poner y quitar mandatarios, y se trata en la práctica del mismo caso: lo hizo en 1953 para poner a Rojas Pinilla y sacar a Urdaneta sin un disparo, y volvió a intervenir para sacarle las maletas a Rojas cuando el país se paralizó por completo por llamado de la Asociación Nacional de Industriales, en 1957.

Hacia atrás, se habla de un intento de golpe en 1944, cuando apresaron a López Pumarejo en Pasto durante unas horas, y de un verdadero golpe en 1900, cuando Marroquín removió a Sanclemente y lo hizo poner preso. Más atrás, en el siglo 19, Melo despojó de la presidencia a Obando en 1854; Tomás Cipriano de Mosquera se rebeló contra el gobierno de Arboleda en 1861, y el mismo Mosquera fue puesto preso en 1867 por autoproclamarse dictador. El resto de casos son unas pocas escaramuzas, tomas arbitrarias del poder, cambios de constitución, etc.

Es decir, en los últimos 120 años solo ha habido un golpe de Estado de verdad, el de 1953, y eso que ha habido motivaciones como para impulsar la intervención de los militares en algunas coyunturas como las siguientes: la toma del Palacio de Justicia, la prohibición de la extradición en la Constitución de 1991 y la consecuente autoreclusión de Escobar en su propia cárcel cinco estrellas; la asunción del narcopresidente Samper con dineros del Cartel de Cali; la cesión de 42.000 kilómetros cuadrados a las Farc por parte del presidente Pastrana, y la traición de Santos, quien hasta se dio el lujo de pisotear un Plebiscito que perdió a pesar de haberle rebajado el umbral para poderlo ganar.

Se podrían mencionar muchos otros episodios, y requerirse muchas páginas para argumentar, a favor y en contra, por qué los casos mencionados podrían haber motivado un golpe de Estado, aunque en teoría este tipo de intervención es antidemocrática y no tiene ninguna justificación. Pero con este breve vistazo queda claro que tienen razón quienes arguyen que es un mito el cuento de que las Fuerzas Militares van a dar un golpe de Estado para salvarnos —por ejemplo— de las garras del comunismo. Que nadie espere ver aviones de combate sobrevolando Bogotá, tanques avanzando por sus calles o tropas tomándose la Casa de Nariño. Es más fácil que otro general haga la misma de Mora Rangel, avalando la entrega del país a los bandidos y lavándose las manos en un libro.

Sin embargo, hablar de la eventual defenestración de Gustavo Petro no tiene nada de raro ni tiene nada que ver con que se esté preparando un golpe de Estado. Además, la extraordinaria manifestación de miles de reservistas de las Fuerzas Armadas en la Plaza de Bolívar es un acto totalmente democrático y al que tienen derecho toda clase de ciudadanos máxime cuando se trata de un evento totalmente pacífico, exento de hechos vandálicos y de terrorismo.

Si las palabras del coronel Marulanda han generado inquietud en Palacio y las huestes petristas es porque la caída del gobierno a nueve meses de su instalación es preocupante. El 61% de los colombianos desaprueban su gestión, y dado el carácter nocivo de sus reformas, ese rechazo crecerá hasta niveles insospechados mucho antes de que sus políticas populistas cargadas de asistencialismo puedan generar grandes e irreversibles niveles de lealtad y de dependencia entre buena parte de la población.

Bien sabe Petro, también, que el pueblo colombiano no tiene la sumisión de venezolanos y cubanos, y que su desatendido llamado a las calles puede terminar motivando más a la oposición que a su gente, entre la que hay todo un ejército de arrepentidos que se dan golpes de pecho por haber apoyado a este sujeto. Que nadie se extrañe cuando las calles se llenen de gentes, pero exigiendo su salida.

Si Petro no quiere ser defenestrado, que no nos amenace con revoluciones, que no hable de constituyentes, que no sugiera el tema de la reelección, que no se atreva a proponer a su mujer o a la vicepresidenta para el cargo, y que vaya retirando sus reformas y sus políticas más lesivas, como la del antiextractivismo, entre otras cosas. De lo contrario, aumentará tanto el descontento que sobrarán los que quieran ir a la Casa de Nariño a tirarlo por el balcón.

@SaulHernandezB

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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