Aunque en sana lógica sobra, voy a empezar esta columna haciendo una declaración de identificación con la universidad pública. Mi madre fue egresada de la Universidad Nacional, también yo y mi hijo. No trabajé en instituciones privadas, y en la Nacho me honraron como profesor titular y emérito y me permitieron ser decano de la Facultad de Ciencias y rector general.
Esta introducción pedante es solo para decir que me considero con derecho a opinar, sin sospechas, sobre la universidad privada, que sufre una andanada de ataques estúpidos, hipócritas y fariseos.
Para empezar quisiera recordarles a mis lectores que el señor presidente de la República estudió en el Externado y la señora vicepresidenta, en la Santiago de Cali. La ministra de Educación es profesora de Icesi, el viceministro es egresado del Externado. Los alcaldes de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla estudiaron en universidades privadas. La exsenadora María Ángela Robledo es egresada de la Javeriana; el exsenador Jorge Robledo, de los Andes; la senadora Angélica Lozano, de la Sabana; el exsenador Gustavo Bolívar, según sus anuncios, está completando requisitos de grado en la Sabana, y la lista podría extenderse bastante más.
Eso no quiere decir que ellos tengan alguna obligación de lealtad con esas universidades, ni mucho menos. Solo quiere decir que, a juzgar por la relevancia de los personajes, se puede afirmar que la universidad privada ha tenido impactos positivos.
Pero, no solo ha hecho algunas cosas bien; su misión está definida claramente en la Constitución y las leyes como prestadora de un servicio público, sin ánimo de lucro, y sin que importe su carácter privado. Si alguna institución actúa con ánimo de lucro (es decir que sus ganancias no se reinvierten en su misión, sino que se reparten a sus ‘dueños’) está actuando ilegalmente. Quien conozca los hechos debe denunciarlos, pero mientras eso no suceda los juicios no son solo ligeros, sino calumniosos.
Hoy un 46 % de los estudiantes de educación superior en el país están en esas instituciones. El ataque a ellas me parece estúpido, porque no hay forma de que en el futuro cercano o medio, el sistema público pueda absorber un millón doscientos mil estudiantes adicionales. Los planes del actual gobierno contemplan otros quinientos mil cupos, y esa meta muy seguramente no se va a poder cumplir. Una universidad no se construye con varita mágica, diciendo “abracadabra, constrúyase una universidad”. El edificio es lo de menos (aunque también toma su tiempo); lo complicado es conformar una planta profesoral de buen nivel, un conjunto de programas aprobados, mecanismos administrativos y de bienestar adecuados, y mucho, muchísimo más.
Durante mi rectoría me tocó ser vicepresidente y brevemente presidente de Ascún, y debo decir que en Latinoamérica nos admiraban por el equilibrio, las excelentes relaciones y la cooperación que había entre los sectores público y privado. No sé cuándo esa relación decayó, víctima del dogmatismo y la intolerancia ¡Ahora resulta que ellos, parte de la solución, se volvieron el enemigo!
Nuestra verdadera misión no es ‘defender’ a un sector, es ofrecerles a todos los jóvenes una oportunidad de formación superior, con calidad. Sin duda, el instrumento más poderoso del Estado para lograrlo son sus propias universidades, pero la obligación prioritaria es diseñar las mejores estrategias para aprovechar todo el potencial nacional.
A quienes creen que dar una beca es transferir recursos de la Nación al sector privado les preguntaría si piensan lo mismo de las becas de Minciencias para estudios doctorales en universidades del exterior.
La universidad privada es un socio que no puede ser ignorado en las propuestas de reforma y los planes de acción.
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 22 de septiembre de 2023.