El Dr. Milton Rokeach hizo en 1950, en un hospital de Míchigan, un experimento extraño (hoy no se haría porque, con razón, el comité de ética no lo permitiría). Su interés era saber si alguien que tenía una creencia delirante la cambiaría al ser confrontado con un hecho que mostraba su total imposibilidad.
Para eso reunió en su hospital a tres personas de inteligencia normal, pero que no funcionaban bien en la sociedad porque las tres creían ser Jesucristo. Imaginó el Dr. Rokeach que al reunirlos podrían confrontar su delirio con otro idéntico, en otras personas. Después de dos años de convivencia (ignoro qué tan amable), el resultado fue que ninguno se había movido de su convicción de ser ‘el salvador’ y cada uno calificaba a los otros dos de farsantes.
Tal vez no haya sido necesario hacer el experimento. ‘Todos saben’ que es imposible convencer a un delirante. El caso descrito anteriormente es extremo, pero los casos menores son hasta cierto punto parecidos. Creo que son los irlandeses quienes dicen que nadie jamás ha cambiado de opinión tras una discusión en el pub.
Hay evaluaciones diversas sobre qué tan extendido está este fenómeno, pero, sin llegar a niveles de psicopatía, no son pocos los que racionalizan sus equivocaciones para convertirlas en hechos virtuosos. Los humanos disponemos de muchos ‘instrumentos’ para manejar nuestras disonancias cognitivas (que son la forma como armonizamos convicciones contradictorias). Usamos una memoria selectiva para escoger los eventos necesarios a nuestro argumento; construimos ‘marcos de antecedentes’ que cuadran a priori con las conclusiones a las que queríamos llegar, y con frecuencia recontamos la historia, introduciéndole pequeños cambios, para que las cosas nos cuadren.
Los delirios cotidianos son más benévolos, pero más frecuentes: “Soy excepcionalmente talentoso y el mundo no lo reconoce”, “a mí no me engañan los otros con sus cuentos interesados” o “hay personas malvadas (o tontas) empeñadas en hacerme (o hacernos) daño”, y así otros por el estilo.
Estos delirios se han impuesto en forma creciente en la discusión política, tal vez por la difusión rápida de ideas, facilitada por los nuevos medios y las redes sociales. La polarización política, criticada por unos y alabada por otros, se ha convertido en la defensa a ultranza de los delirios del grupo con el que nos identificamos.
La división en izquierda y derecha, herencia de la Revolución francesa, es obsoleta. En el imaginario de la gente hay una línea recta que necesariamente tiene dos extremos. La izquierda se define como progresista, y la derecha, como conservadora. Algunos reconocen que hay algo, que llaman centro, en el medio, pero muchos imaginan una figura geométrica con solo dos puntos no conectados, en el espacio.
Los dos extremos han asumido en esta época actitudes antiliberales. Los conservadores del extremo nos dicen cómo debe ser nuestra moral, cómo se deben llevar a cabo nuestras relaciones y qué podemos hacer con nuestros cuerpos (sobre todo a las mujeres); los progresistas (muchos de ellos no ocultan su odio por el progreso) nos dicen qué podemos comer, qué podemos decir, qué nos puede gustar. Incluso llegan al extremo de definir nuestra ‘identidad’ y nos dicen qué estamos obligados a pensar.
Creo que lo que hay de verdad es una especie de triángulo (o un esquema de fases para quienes recuerdan su termodinámica) en el que cada punto en el plano tiene valores diferentes para pensamientos distintos. Yo me atrevería a llamar al tercer vértice liberal, no como el partido que es una empresa electoral, sino filosóficamente liberal, con acento en derechos civiles, autonomía y respeto por el individuo. De verdad respeto, no solo en el discurso.
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 14 de abril de 2023.