Si usted, querido lector, fuera (o es) habitante de Arauca, seguramente tendría la sensación de que Colombia, su país, simplemente los abandonó. No este gobierno. No este presidente, ni el anterior, ni el que vino antes. En general, toda una nación que todavía no aprende a relacionarse con sus territorios.
Arauca hacía parte de un concepto que era de uso muy común hasta hace unos treinta años, el de los “territorios nacionales”. Así se denominaban esas grandes e indómitas regiones, alejadas del centro del país, a las cuales desde ese centro se veía con una mezcla de varios sentimientos, desde la fascinación por sus paisajes, sus profundas selvas y sus llanuras hasta un cierto desinterés, pasando por el miedo. En aquella época los “territorios nacionales” coincidían con esas entidades políticas ya desaparecidas llamadas intendencias y comisarías. Y eran, en todo sentido, la periferia, lo que está más allá. La entonces intendencia de Arauca hacía parte de esa vasta frontera.
Una frontera que, por haberla dejado vacía, empezó a darle problemas a ese país indiferente. Muchos de los “territorios nacionales” se volvieron zonas de colonización, adonde llegaban campesinos sin tierra, expulsados por la violencia. Y llegaron luego las organizaciones armadas ilegales, principalmente guerrillas, que ante la ausencia de la autoridad nacional se volvieron autoridad local de facto. Vinieron los cultivos de coca, el petróleo y esas organizaciones ilegales encontraron enormes fuentes de dinero. Llegó también el paramilitarismo y la violencia se multiplicó y se reprodujo.
De Arauca casi ningún colombiano oía hablar hasta que, a principios de los años ochenta, se anunció un gran descubrimiento petrolero llamado Caño Limón. Las esperanzas de prosperidad fueron muchas y el entusiasmo se desbordó. Pero pronto llegó la pesadilla. Hacia 1985 se conoció, por cuenta del caso de la firma alemana Mannesmann, que el Eln, una organización de la que casi todo el mundo se había olvidado, estaba extorsionando a las empresas del sector petrolero en Arauca, recaudando enormes sumas por ese concepto. El Eln, dos veces muerto, resucitó y se creció. Inició una cruel campaña de bombazos contra los oleoductos, en lo que tal vez ha sido el mayor acto de devastación ambiental que ha habido en Colombia.
Después llegaron las Farc, que estaban en plena expansión gracias a las rentas del narcotráfico. Su competencia con el Eln por el dominio regional fue tensa y violenta y, como siempre, quien más sufría era la población.
Y como si esto no fuera suficiente, a finales de los noventa apareció un nuevo elemento que en adelante marcaría la vida de la región: el giro político en Venezuela hacia la izquierda revolucionaria. Rápidamente, las guerrillas colombianas empezaron a encontrar refugio y apoyo en Venezuela. Les resultaba muy fácil atacar en Arauca y pasar el río hacia el tranquilo santuario del chavismo. Desde allí planeaban secuestros, extorsiones, ataques y emboscadas; y organizaron, al parecer con la participación y complicidad de funcionarios del chavismo, rutas de narcotráfico que vendrían a multiplicar su negocio.
Hoy Arauca sufre un nuevo capítulo de esta historia de violencia. De acuerdo con las informaciones que se conocen, varias disidencias de las Farc estarían enfrentadas entre sí y el Eln participaría también en esa disputa, que se libra en territorio de Colombia y de Venezuela. ¿Quiénes son los que más sufren? Los civiles. En hechos recientes en la zona del piedemonte, donde están municipios como Saravena y Tame, miles de personas han huido de enfrentamientos casa por casa entre esas facciones. Bombas, asesinatos sicariales, combates, patrullajes ilegales, todo esto se volvió el azote de la vida civil en Arauca.
Por más difícil que parezca este desafío, lo único que no podemos hacer como país y como Estado es abandonar a Arauca a su suerte. Es Colombia, tanto como lo es cualquier otro departamento o región. Si el desafío se complica por el factor Venezuela, pues entonces hay que duplicar y triplicar los esfuerzos, incluso a nivel internacional. Pero la población de Arauca no merece vivir entre las balas de las facciones criminales, ni tiene por qué seguir arrodillándose al poder intimidatorio de la guerrilla. Le corresponde al Estado hacer toda la presencia que sea necesaria, militar, institucional y social, para que ningún habitante de Arauca sienta que su propio país le abandonó. Son bienvenidos los movimientos recientes de tropas a la zona. Pero esto debe ser visto como apenas el principio, el primer acto de un ejercicio más amplio de presencia y soberanía.
https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 28 de enero de 2022.