En varias oportunidades he citado a Peter Boghossian por sus recomendaciones de cómo discutir absurdos. Su libro Cómo tener conversaciones imposibles ayuda mucho. Me gusta su insistencia en el escepticismo como camino hacia la verdad, y la claridad sobre quién es escéptico. No lo es quien duda de lo que piensan los otros, sino quien se atreve a dudar de sus propias creencias. Un fundamentalista musulmán no es escéptico por no creer en Buda, o un terraplanista no lo es porque no cree que la Tierra es redonda. El truco es preguntar qué argumento lo convencería de lo contrario. Si, como en los casos anteriores, la respuesta es que nada podría convencerlos, no son escépticos, sino fanáticos.
Boghossian renunció hace poco a su cargo de profesor de filosofía en la Universidad de Portland. Fue derrotado en una lucha de años por desenmascarar tendencias recientes, en algunos sectores de la academia, que favorecen posiciones ideológicas de moda antes que a la verdad.
Su última pelea, la que perdió, empezó en 2018. Con otros dos compañeros escribió veinte artículos, deliberadamente ridículos e insensatos, evidentemente falsos, pero en el lenguaje de moda y con las conclusiones políticamente aceptables, y los enviaron a revistas reconocidas (no era una idea original, lo hizo el físico Alan Sokal en los años 90, causando conmoción al lograr la publicación de algo totalmente loco en la revista Social Text).
Cuando estalló el escándalo, ya les habían aceptado para publicación siete de los artículos. En uno de ellos discutían la cultura de violación de perros en los parques. Decía haber examinado los genitales de casi 10.000 perros y comparado los resultados con las inclinaciones sexuales de sus dueños. Ese artículo fue considerado uno de los mejores doce del año por la revista que lo publicó, Gender, Place and Culture (Género, lugar y cultura). En otro, publicado por la revista Affilia, reescribieron en términos feministas un fragmento del libro de Hitler Mein Kampf (Mi lucha).
Cada artículo empezaba con un planteamiento mentiroso y no ético, y anunciaba que sería demostrado con el trabajo. Los artículos fueron sometidos a los editores de las revistas y estos los enviaron a pares evaluadores, que en algunos casos no solo los aceptaron, sino que los consideraron excepcionalmente buenos.
Lo que sigue es aún más absurdo. Después de que lo hizo evidente, Boghossian fue denunciado por una asociación de estudiantes. La acusación fue por falta de ética en la investigación. Suponía la demanda que lo que él hizo fue un experimento para probar la honestidad de editores y evaluadores. Es decir, hizo un experimento con humanos, y para experimentar con humanos necesitaba una aprobación previa del comité institucional. Para eso debía haber presentado el consentimiento informado de los sujetos participantes. Es decir, los editores y evaluadores debían haber consentido, por escrito, que Boghossian los pusiera en evidencia con una trampa.
Los años siguientes fueron de persecución cruel por estudiantes y algunos colegas. Se hicieron llamados a boicotear sus clases, se repartieron volantes de él portando esvásticas. La vida se le volvió insoportable. El escándalo no fue el sesgo y la deshonestidad de revistas dominadas ideológicamente, sino que él las hubiera puesto en evidencia.
En su carta de renuncia denuncia el iliberalismo que se ha tomado algunos círculos universitarios. Renunció cuando llegó a la conclusión de que su universidad ya no es un lugar para quienes quieren explorar libremente las ideas. Sus estudiantes ya no confrontaban ideas diversas, solo se permitían ver la preponderante, la ‘correcta’. El caso Boghossian es un llamado de alerta. La verdad parece estar pasando de moda.
@mwassermannl
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 04 de noviembre de 2021.