El fallo de la Corte Constitucional que tumbó la cadena perpetua para violadores de niños es lo más parecido a la crónica de una muerte anunciada: desde hace dos años, cuando el Gobierno presentó la reforma, en el Congreso cayó bastante bien por ser una bandera popular, pero se abrió un debate en el país en el cual la mayoría de los penalistas advertía que, de llegar a ser aprobada, no pasaría el examen de la Corte. Y así ocurrió: en un fallo dividido de seis magistrados contra tres, finalmente se cayó la iniciativa.
El caso da para varias reflexiones. Una es filosófica, porque el argumento que primó en el debate de la Corte fue el de la dignidad humana, en este caso de quien comete el delito. La Corte dice que la dignidad es eje fundamental de la Constitución y por eso concluye que no puede existir castigo de por vida: el fin primordial de la pena privativa de la libertad es la resocialización de la persona condenada.
Uno de los magistrados que salvó su voto, liberal, dijo que no está de acuerdo porque, a su manera de ver, no es lo mismo que se sustituya un pilar de la Constitución —en este caso: la dignidad— a que simplemente se afecte. Dice él que para hablar de que se está sustituyendo la Constitución tiene que tratarse de una modificación tan drástica que deba concluirse que dicho pilar fue anulado o sustituido por otro totalmente distinto. ¿Hasta cuánto afecta la cadena perpetua la dignidad humana? Es la pregunta que propuso el magistrado y a la que la Corte respondió: lo suficiente para tumbar la reforma.
Así como en la posición de defensa de la dignidad se escudan los que están en contra de la cadena perpetua, quienes la defienden encuentran sus argumentos cuando el debate se aterriza en cómo lidiar con el problema en el día a día. Ellos plantean, entre otras cosas, que el solo hecho de la existencia de la cadena perpetua se convierte en un disuasor de este crimen porque, mientras mayor sea la pena, menos incentivos tienen los delincuentes para cometerlo. Así se protegerían los derechos de los niños, otro pilar de la Constitución, y también, por supuesto, su dignidad.
El dilema, sin duda, no es fácil. A las dos posiciones les cabe algo de razón. Aunque, en la práctica, la pena perpetua no parece tener la eficacia simbólica para disuadir la ocurrencia del crimen que los defensores de la medida le endilgan. Mientras en 2017 —cuando no existía la cadena perpetua— el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf) recibió 11.290 denuncias de niñas y niños, para un promedio de 30 diarias, en lo corrido de 2021 —ya aprobada la pena perpetua— van 9.927 denuncias, para un promedio de 41 diarias. Es decir, a pesar de ponerles el coco de la condena eterna, los violadores no se han amedrentado.
El verdadero problema es la impunidad. La directora del Icbf mencionó hace unos meses que el 98 % de los delitos sexuales contra menores de edad no se resuelven. Para qué entonces desgastar el aparato del Estado en aprobar una cadena perpetua si los violadores de los niños siguen igual de campantes por la vida.
Este tipo de problemáticas no se solucionan pidiéndole al Congreso que saque su varita mágica y las prohíba. La solución pasa por una decisión mucho más profunda, un trabajo pedagógico en la casa y la escuela, una detección temprana de los casos y, sobre todo, un mejoramiento de la eficacia del aparato del Estado para capturar y condenar con penas de veinte años vigentes hoy, penas que, vale decir, no son poca cosa.
https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 05 de septiembre de 2021.