Dos obras del renacimiento que tienen poco en común -aparte de ser de Leonardo Da Vinci- coinciden en ser ejemplos del poder del arte cuando él mismo rechaza quedar confinado a su función y a su tiempo. Por una parte, “La adoración de los Reyes Magos” sigue fascinando por su misteriosa composición. La obra de gran formato es un boceto muy elaborado en el que apenas unas veladuras en sepia son suficientes para generar una atmosfera mística y un umbral a lo invisible; similares a los diluvios que dibujó posteriormente en los que las mareas son vórtices que arrasan con todo. Pareciera que su obra de juventud, “La adoración”, se constituyera de la misma manera. Las figuras en espacios fragmentados giran alrededor de la Santa Familia. Dicen que no fue terminada por un viaje a Milán, por mi parte creo que fue la misma obra la que obligó al artista a dejarla inconclusa. Decía Picasso que pintar es similar a torear, terminada la obra es como matar al toro, se acaba la faena.
Descubrir lo que tiene de actual el gran boceto de “La adoración” y lo que la vincula con la deconstrucción y el postmodernismo es una tarea pendiente.
Por otro lado, está “La Mona Lisa”, considerada hace un siglo una obra más de Leonardo en el museo del Louvre. No fue sino hasta el día en que desapareció que se convirtió en un objeto de culto. Fue todo un acontecimiento mediático que la hizo muy popular. La historia es tan apasionante que varios libros se han escrito sobre el caso. Lo cierto es que fue devuelta por el humilde trabajador del museo que la robó para convertirse en la obra más visitada de ese tan concurrido museo, el más grande del mundo. Lo que el espectador ve detrás de un cristal de seguridad, si es que alcanza a ver algo, no solo es la pintura, sino también un misterio, una huella activa que la actualiza.
“La adoración” y “La Mona Lisa” se transforman en vórtices que van arrasando con la linealidad del tiempo y el relato histórico del arte ubicándose a sus anchas dentro del arte contemporáneo.