En tiempos recientes, hasta 2022, el ministro de Hacienda era el guardián del gasto público, una figura en ocasiones incómoda dentro del Gobierno, incluso para el propio presidente de la República, pues debía negar transferencias cuando estas comprometían el equilibrio financiero del Estado. Además de fijar políticas de financiamiento, controlar la ejecución presupuestal, administrar la deuda pública y garantizar la sostenibilidad fiscal. En otras palabras, manejaba las “chequeras” oficiales con absoluta responsabilidad.
Hoy, desafortunadamente, ese rigor es solo un recuerdo. Con la llegada del llamado “cambio”, todo cambió, para mal. La economía colombiana atraviesa una grave crisis, aunque el ministro Ricardo Bonilla intente maquillarla y Gustavo Petro se esmere en justificarla. Dicen que las comparaciones suelen ser odiosas, pero a veces resultan indispensables: en agosto de 2022 Petro recibió una economía en franca recuperación tras la pandemia, con una inflación del 9,67 %; alta, sí, pero explicable en el contexto global. Sin embargo, un año después, sin pandemia ni bloqueos del país, la inflación alcanzó el 13,34 %, según el Dane. La disculpa fue sencilla: atribuirle el problema al exministro José Antonio Ocampo.
En términos del balance fiscal, la pandemia dejó un déficit del -3,1 % del PIB en 2020, pero el gobierno anterior lo entregó con un superávit del 0,9 % en agosto de 2022. Sin embargo, en 2024, el déficit escaló al -3,3 % del PIB, el nivel más alto en dos décadas. La deuda pública, que Petro atribuye obsesivamente a su antecesor mirando el retrovisor invertido, la recibió en el 53,8 % y la subió al 55,3 % del PIB, representando un endeudamiento adicional de 175 billones de pesos. En términos absolutos, Petro y Bonilla crecieron la deuda de 759 billones en 2022 a 934 billones en 2024.
El derroche es innegable. Entre 2023 y 2024, los gastos de funcionamiento del Gobierno aumentaron un 20 % anual, mientras que los contratos burocráticos se dispararon en un alarmante 156 %. Los datos negativos abundan, pero basta con este resumido panorama para evidenciar la gravedad de la situación.
Lo más preocupante es que esta debacle no es casual, sino el resultado de una gestión subordinada al discurso ideológico devastador. A pesar de las advertencias del académico y exministro José Manuel Restrepo, entre otros expertos, Petro y Bonilla no solo han ignorado las señales, sino que optan por desprestigiar a quienes alertan sobre las consecuencias. Las metas de recaudo fiscal se incumplieron, la reforma tributaria ahuyentó la inversión privada y sembró incertidumbre, la seguridad energética se sacrificó al frenar nuevos proyectos de exploración de hidrocarburos, y Ecopetrol, joya de la Corona, perdió el 50 % de su valor.
Como si fuera poco, el presupuesto de 2025 está desfinanciado en 39 billones de pesos, y pretenden imponer otra reforma tributaria para cubrir el hueco del derroche y la corrupción. Mientras tanto, quedan por ejecutar 97 billones del presupuesto de 2024, una tarea imposible de cumplir en pocas semanas.
Por si fuera poco, el Gobierno amenaza los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y Europa, imponiendo una reforma laboral que asfixia a los microempresarios y emprendedores. Todo esto ocurre en un país sitiado por el colapso total del orden público.
Hay mucho más. La corrupción, ese mal que carcome las instituciones, ha encontrado en este gobierno su propio carnaval. El ministro Bonilla está implicado en presuntos desvíos de recursos para comprar votos de congresistas, según denuncias de los altos directivos de la UNGRD que están presos, y de su asesora María Alejandra Benavides, quien ratificó las acusaciones ante la Fiscalía. A pesar de ello, Bonilla se aferra al cargo, y Petro lo respalda.
Colombia enfrenta una de las peores crisis financieras de su historia, liderada por un ministro sub judice y un Presidente más interesado en culpar a sus predecesores que en asumir responsabilidades y corregir los graves errores de su administración.
@ernestomaciast
03 de diciembre 2024.