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Alfonso Monsalve Solórzano

La marcha más grande contra gobierno alguno se realizó el pasado domingo. Petro, por supuesto, vio más o menos doscientas cincuenta mil personas en todo el país, pero según cálculos imparciales, más de dos millones de personas de todas las condiciones sociales salieron a protestar contra el gobierno de Petro a lo largo y ancho del país,  cada una con sus propias razones: la reforma a la salud, la reforma pensional, la corrupción en el gobierno, la posible convocatoria a una constituyente, las llamadas negociaciones de paz y la pérdida de la soberanía del estado a manos de grupos ilegales, la inseguridad ciudadana, etc., porque el país es un caos, producto de un mal gobierno que destruye las instituciones y los bienes construidos con años de esfuerzo, polariza y divide.

Se movilizaron obreros, empleados públicos y privados, trabajadores de la salud, pacientes, pensionados, emprendedores, amas de casa, estudiantes, desempleados, políticos  independientes, de oposición e incluso algunos Verdes de la coalición de gobierno; todo un caleidoscopio que representa la multiplicidad de nuestro tejido social, la punta del iceberg de un inmenso conjunto ciudadano, del cual la enorme mayoría, es todo, menos lo que Petro denomina la “clase dominante”,  compuesta, según él, por mafiosos, asesinos y ladrones de los recursos públicos, cuyo único objetivo es tumbarlo y matarlo.

Un desprecio total para millones de colombianos que no han pertenecido a la mafia, ni hecho negocios con ella, según todo apunta a que sucedió con la alianza entre el M-19 y Pablo Escobar para asaltar el Palacio de Justicia; o como lo señala el Informe de Derechos Humanos del Departamento de Estado de USA respecto al hijo y al hermano del presidente; o con  funcionarios clave en su campaña, como el actual gerente de Ecopetrol, que ahora debe explicar el enredo de una avioneta de una empresa de criptomonedas puesta al servicio de la campaña; o con la maleta perdida llena de dinero de Laura Sarabia, hecho que permanece sin esclarecerse; o los negocios de carro tanques en La Guajira; o con la compra de votos a cambio de puestos en el Congreso para aprobar en el Senado la reforma pensional (por hechos similares condenaron a funcionarios del gobierno de Uribe, sólo que ahora es a una escala infinitamente mayor), para citar unos pocos casos.

Un desprecio total a esos ciudadanos, sí, mediante un uso abusivo y falaz del lenguaje, utilizado para denigrar falsamente al oponente, una falta a la verdad, que ya no nos asombra en este mandatario, capaz de hacer cualquier cosa para imponer su punto de vista, como lo denunció en su momento el fallecido profesor Carlos Gaviria, quien reveló  a su amigo el escritor Héctor Abad Faciolince que Petro se entraba de noche a las oficinas del Polo para cambiar las decisiones consignadas en las actas  que el actual presidente no quería. Y una traición a los postulados que ha usado durante su carrera política para referirse a los actos de masas. No olvidemos que el presidente instaba a su antecesor Duque a que escuchara el clamor de la calle (que en ese momento estaba dominada, a diferencia de hoy, por elementos violentos que pusieron en jaque a ese gobierno y al país, destruyendo, asesinan do, bloqueando, etc.) para que retirara la reforma tributaria impulsada por el ministro Carrasquilla, algo que el entonces presidente hizo, distinto a lo que hace ahora Petro.

Es que le molesta y le asusta que la ciudadanía grite “Fuera Petro” o “No más Petro”, cómo si el ejercicio de la democracia únicamente incluyera loas a su personalidad narcisista y la aceptación sin discusión de sus concepciones. Pues, no. La democracia que tenemos se fundamenta en la aceptación de la voluntad de la mayoría en las elecciones, pero con límites bien determinados, que se resumen en el cumplimento irrestricto de la Constitución y la ley, más allá de los cuales cualquier mandato presidencial se torna ilegítimo y delincuencial y su titular puede ser investigado, enjuiciado por los organismos determinados por estas; y, si resulta culpable, removido del poder y/ privado de la libertad.

Lo contrario es dar una patente de corso que termina siempre en el gobierno de, esa sí, una élite dictatorial mafiosa y corrupta en cabeza del presidente, como ocurre en Venezuela, Cuba, Nicaragua, Irán, Rusia, Myanmar (Birmania), etc., y nos podría ocurrir a nosotros, si no defendemos nuestra democracia.

Si el presidente violó la ley, ha de ser enjuiciado penal o políticamente, según el caso por el Congreso o por la Corte Suprema de Justicia (después de haber sido acusado por la Cámara y que el Senado haya admitido que hay causal) ; y, de resultar culpable, recibir la sanción correspondiente, es decir, ser destituido y/o privado de la libertad. Porque nadie, mucho menos, el presidente está por encima de la ley. Es lo que tendría que suceder, por ejemplo, si Petro y su campaña violaron los topes y las condiciones establecidos por la ley para la consecución y el manejo de los recursos de campaña u otros actos presuntamente delictivos ya en ejercicio de su gobierno.

Y, en ejercicio de la democracia un segmento bien importante del constituyente primario tiene derecho a saber qué ocurrió realmente y está exigiendo al Congreso que cumpla con su deber de investigar, y si hay méritos, juzgar y si es vencido en juicio, sancionar. Y lo mismo se demanda de la Corte. Nadie lo quiere tumbar, él se estaría tumbando solo, si infringió la ley. Lo que el pueblo quiere es que esta se cumpla. Nada más, pero nada menos.

Y por pedirlo, ese pueblo no es mafioso, ladrón, asesino o corrupto. Al contrario, lo que quiere, en ejercicio de sus derechos, es que quien maneje el estado desde el poder ejecutivo, no lo sea. Pero es típico del presidente, invertir la realidad, para permanecer o sacar ventaja.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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