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Rafael Nieto Loaiza       

No soy trumpista. Nunca lo he sido. Aunque comparto su antiwokismo y su posición contra el terrorismo islamista, no me gustan sus formas, el papel de matón del barrio, el exceso de cercanía a las grandes corporaciones que prefigura una plutocracia, los riesgos de sus declaraciones y actitudes para la democracia norteamericana. Me causan enorme preocupación su política exterior, las concesiones y complacencias con Putin, las falsas acusaciones contra Zelensky y Ucrania y su confusión entre víctimas de la invasión y victimario, las amenazas de anexar por la fuerza Groenlandia y el canal de Panamá, el tratamiento despectivo a Canadá como un estado más de la unión americana, el distanciamiento de los aliados tradicionales. Dirán que es parte de una estrategia de negociación, pero aún si lo fuera, que es dudoso, lo cierto es que con Trump Estados Unidos ha dejado de ser el adalid de la defensa de la democracia y la libertad en el mundo, la columna vertebral de los valores de Occidente. Una verdadera tragedia.

Y ahora, la guerra comercial. Debo decir que soy defensor del libre comercio y de la integración económica. Los más beneficiados son los consumidores, el grueso de la población, que acceden a más, mejores y más baratos productos y mercancías. Obliga a los empresarios a ser más eficientes y competitivos. Y, como modera precios, contribuye a que la inflación sea más baja lo que, además, favorece a los más pobres. De manera que, en principio, soy enemigo del proteccionismo.

Ahora, lo de Trump va más allá del nacionalismo económico y el proteccionismo. Se pega un tiro en el pie y, de paso, hace daño en todo el globo. Explico: el déficit comercial de los Estados Unidos es una realidad y en las últimas décadas ha estado en alrededor del 2,8% de su PIB.  Europa o China, en cambio, tienen superávit. Sin embargo, ese desbalance no ha sido obstáculo para que los EE.UU. sigan siendo la primera potencia económica del mundo. Su fuerza no proviene de sus relaciones comerciales sino de su capacidad para atraer capital internacional y del valor de dólar como refugio y como medio de pago internacional. En todo el mundo se compran dólares para cubrir exportaciones e importaciones, para invertir en la bolsa de valores norteamericana, que ofrece en promedio mejores retornos históricos que las otras, y para comprar sus muy seguros bonos de deuda. Es sobre esa base, no sobre su balance comercial, que los norteamericanos han seguido construyendo su crecimiento económico.

Por razones obvias, en la medida en que hay mucha demanda de dólares su precio se encarece y, en consecuencia, la competitividad de las exportaciones norteamericanas es menor. Eso se traduce en el desbalance comercial. Pero no debería importar porque, como dije, aunque lastra su capacidad exportadora, es esa fortaleza del dólar lo que atrae la inversión internacional y apalanca el crecimiento de la economía norteamericana.

Pues bien, Trump no lo entiende. Tratar de corregir el déficit comercial a punta de aranceles sin mirar su impacto en la inversión extranjera y en el dólar como valor de refugio y de reserva es un error descomunal. Por un lado, Trump le ha hecho un daño inmenso a su país como un Estado confiable y seguro. Ahora se percibe volátil e incierto, escenarios que, por definición, los inversores evitan. Por el otro, le ha dado un mazazo a las bolsas norteamericanas que, a esta hora, presentan pérdidas gigantescas. De nuevo, los inversores salen castigados. Y todos los norteamericanos, de paso, porque los fondos pensionales están fuertemente apalancados en esas bolsas. Muchos gringos están viendo en riesgo sus ingresos futuros y su vejez. Y los mayores aranceles, incluyendo los que en reciprocidad impondrán la Unión Europea y China, aumentarán, y mucho, la inflación.

Tal vez la explicación esté en un sesgo de Trump, Vance y compañía contra la globalización comercial y su creencia de que afecta al trabajador de base norteamericano. Quizás con los aranceles consigan acelerar procesos de relocalización en Estados Unidos y eso ayude al trabajador fabril. Una prioridad que solo puede ser política en un país con pleno empleo.

Como sea, esta guerra comercial hará mucho daño. Aunque Colombia sufrirá también con la crisis global que generará esta guerra comercial, tiene una oportunidad a la que debe jugarse a fondo. En la distribución de aranceles salimos favorecidos en algunos productos y seremos más competitivos en el mercado gringo de café, flores, frutas, por ejemplo. Muy desafortunado tener este gobierno incompetente y corrupto que no lo entiende ni quien aprovecharlo. Queda todo en manos del sector privado.

Publicado en Columnistas Nacionales

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