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Rafael Nieto Loaiza                                                                                     

La violencia y la inseguridad se disparan a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. No se escapan las grandes ciudades, donde las noticias de homicidios, sicariato y atracos violentos son cosa de todos los días, ni, mucho menos, las zonas rurales que han quedado, muchas de ellas, abandonadas por el Estado y en manos de los grupos criminales. Mientras en el Ministerio de Defensa manipulan las cifras para favorecer al gobierno, la revisión de los indicadores de criminalidad de la Fiscalía y los de homicidios de Medicina Legal muestran la realidad del profundo deterioro.

Tres son las columnas vertebrales del desastre.

Primera, el fracaso absoluto de la política de paz total. Está mal concebida y peor aplicada. Pretendía negociar y pactar con todos los violentos al mismo tiempo. Ponía en el mismo plano y trataba como iguales a todos los grupos, sin distinguir su naturaleza y sus fines. No contó con hoja de ruta y escenarios alternativos en caso de fallar, como efectivamente ocurrió, ni con equipos gubernamentales de negociadores preparados y con experiencia. La improvisación fue la norma y poner a exguerrilleros en cabeza de las negociaciones no solo no generó confianza en la sociedad sino que levantó sospechas de simpatías y trato preferencial hacia los criminales. Olvidó las lecciones aprendidas de los procesos anteriores, en particular las premisas de que nada está pactado hasta que todo está pactado y que las negociaciones deben desarrollarse en medio del conflicto. Las decisiones del gobierno de aplicar de inmediato cada uno de los acuerdos y de que los ceses del fuego se pactaran empezando las negociaciones y no al final se constituyeron en un incentivo perverso para seguir negociando eternamente. Los ceses del fuego, además mal concebidos porque obligaron a la Fuerza Pública a no realizar operaciones contra los violentos mientras que no le exigieron a esos grupos dejar de delinquir, paralizaron a militares y policías y liberaron a los violentos de los riesgos de las operaciones de los uniformados mientras que ellos siguieron con sus actividades criminales. De paso, dejaron desprotegidos y vulnerables a los civiles.   

La renuncia a luchar contra el narcotráfico es la segunda. El gobierno abandonó todos los esfuerzos en materia de erradicación, no solo forzada sino también voluntaria. En 2024, con 253.000 h cultivadas a 31 de diciembre del 2023, no se alcanzaron ni siquiera las diez mil míseras hectáreas que se habían puesto como meta. Mientras tanto, el gobierno y sus aliados enviaron sistemáticos mensajes que impulsaron nuevos cultivos, desde la idea de la erradicación gradual (erradicar solo cuando ya se haya hecho la sustitución por cultivos alternativos), la promoción de asambleas cocaleras pagadas por el Estado, la presentación de proyectos de ley para legalizar la coca, la propuesta de crear una empresa nacional de coca para constituir un monopolio gubernamental, y la de que el gobierno le compre directamente la coca a los campesinos, entre otras, todas fallidas. Y mientras que la erradicación colapsaba, el gobierno beneficiaba a los narcos solicitando la suspensión de órdenes de captura e incluso la liberación de las cárceles con el pretexto de las negociaciones con los mafiosos. La izquierda, sin embargo, saca pecho con las cifras de incautación que, es verdad, en números absolutos son más altas que las de otros años pero que comparativamente con la cantidad de cocaína producida son las peores en al menos dos décadas. ¿El resultado? Un país inundado de coca como jamás lo había estado y las finanzas de los grupos violentos más boyantes que nunca. Una catástrofe.

La tercera es la destrucción de las capacidades de la Fuerza Pública. La izquierda barrió con el liderazgo y la experiencia y sacó a cerca de un centenar de generales para, dos años y medio después, reintegrar a algunos de los purgados para hacerlos comandantes, en una actitud esquizofrénica que demuestra que la purga fue improvisada y que, al mismo tiempo, no les sirvió porque no tienen confianza alguna en los que quedaron. Redujeron el presupuesto de las Fuerzas, desmantelaron la inteligencia y la contrainteligencia, los helicópteros están en tierra y sin mantenimiento, no permitieron operar a las fuerzas especiales. Y dañaron los programas de colaboración con Israel y Estados Unidos, los dos socios más importantes en materia de seguridad y defensa. Para rematar, con los ceses del fuego maniataron a militares y policías y los obligaron a replegarse en los cuarteles. Dejaron así el terreno libre para que los violentos se expandieran a sus anchas por todo el país, como ocurrió.

El próximo gobierno, el de la reconstrucción, debe empezar por poner fin a las negociaciones con los violentos que, está demostrado, no frenan la violencia y solo reciclan los liderazgos criminales, debe recuperar la erradicación y emprender una lucha sin cuartel contra el narcotráfico, y debe restaurar la moral, el liderazgo y las capacidades de la Fuerza Pública. No será nada fácil. Menos con la monumental crisis fiscal que heredará. Pero es el único camino. Sin seguridad no hay nada. Ni derechos, ni libertades, ni progreso.

Publicado en Columnistas Nacionales

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