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José Alvear Sanín   

Quienes todavía sueñan con la posibilidad de un cambio político a través de las elecciones en 2026, harían bien reflexionando sobre las lecciones de la aprobación, a pupitrazos, de la reforma tributaria.

En primer lugar, hay que considerar que cuando un partido controla los tres poderes públicos y también el cuarto, el de los medios, estamos en presencia de la dictadura. Si esta es de corte marxista-leninista, lo que tenemos es un gobierno comunista, y estos no dejan el poder. Las elecciones no les gustan. Por eso, cuando hay que guardar apariencias, como en Venezuela, estas se ganan electrónicamente, mientras en Cuba, con partido único, nada hay que disimular.

Desde luego, el ideal de Petro es el modelo castrista, pero entretanto se conforma, al igual que su carnal Maduro, con el simulacro constitucional, como el de la pasada semana con la tributaria.

Esa reforma dizque era para gravar a los 4000 más ricos, pero terminó agobiando, en grado variable, a 50 millones. Encarece la comida de todos. Reduce el ingreso. Amenaza el empleo. Castiga la inversión nacional y ahuyenta la extranjera. Causa pánico económico. Dispara la devaluación y la fuga de capitales. Encarece la deuda externa, tanto pública como privada, hasta hacerla impagable.

Todas las ilusiones de que el Congreso podría aterrizar al gobierno han resultado vanas. El Legislativo, formado ahora en general por manzanillos, logreros, iletrados y delincuentes —que han visto muy valorizados sus votos—, se ha convertido en una especie de oficina registral de los caprichos ejecutivos. La mermelada ha acabado con los últimos vestigios de disciplina e ideología en los partidos, hasta el punto de que apenas cuatro congresistas liberales han respetado la autoridad del expresidente Gaviria, cuyas tardías opiniones sobre la tal reforma eran incontrovertibles.

Primaron, entonces, la indignidad y la codicia, dentro de un espectáculo grotesco e inmoral, que se repetirá con la aprobación de todas y cada una de las propuestas perversas que presentará el Ejecutivo para lograr que Colombia emule con Venezuela.

Parece increíble que el propósito inmodificable de un gobierno sea la destrucción del estado de derecho, la  democracia, la economía y el crecimiento. Pero a nada distinto conduce su orientación ideológica, la misma que ya está bien consolidada en Cuba, Venezuela y Nicaragua y avanza en el resto de Iberoamérica.

El segundo round contra Colombia será la reforma de la salud —incluyendo hasta la supersticiosa “medicina ancestral”—, más perjudicial aún que la tributaria, y a esta seguirán otras, a cuál peor.

Todavía para la inmensa mayoría de los compatriotas lo anterior parece imposible, y por lo mismo se empeñan en pensar con el deseo de que lo que vivimos sea apenas una corta pesadilla y no el descenso a los infiernos.

Pero al lado de las buenas gentes hay personas sagaces que saben que Petro vino para quedarse y que el comunismo es para cincuenta o más años. Por eso, la mayoría de los políticos se están acomodando, para seguir medrando de tal manera que no les pase nada…

Para las elecciones locales de octubre de 2023, en las grandes ciudades y en todos los departamentos, docenas de candidatos ávidos se van a enfrentar a los de Petro, que dispondrán de la maquinaria, el erario y todo el dinero caliente.

El resultado de la irresponsable división de fuerzas consolidará el poder gárrulo, el descontrol fiscal y la feria contractual. Más que sucesores de Ospina, Claudia y Pinturita, tendremos sus clones.

Así como en Venezuela se regodean los boliburgueses, empiezan a aparecer en Colombia los petroburgueses: narcos legalizados, criminales de lesa humanidad como congresistas, los demás delincuentes “totalmente pacificados”, y en la altísima burocracia, los oportunistas y vagos de todos los pelajes, escalando para vivir en la opulencia, ajenos al hambre y la miseria inevitables en el comunismo.

Milovan Djilas se quedó corto en su descripción de la “nueva clase”. Así como el KGB sigue dominando en Rusia, en Corea del Norte, China, Vietnam, Cuba y Venezuela la dictadura totalitaria se asienta sobre una oligarquía militar que, disponiendo de palancas de poder, se enriquece inmensamente. De ahí la lealtad interesada y monolítica que sostiene indefinidamente a cada uno de los grandes líderes.

El comunismo no es posible sin el surgimiento de una oligarquía abyecta al servicio del respectivo tirano. En Colombia, las señales de acomodo son cada vez más claras. Ese es el primer eslabón en la forja de la cadena del poder absoluto, que empezamos a vislumbrar en un país donde ya se humilló y desmanteló al Ejército, se amaestró la Policía, los medios están fletados, la justicia, politizada, y el Congreso, embadurnado.

Combatir ese ánimo colaboracionista con el comunismo, cuya más triste víctima ha sido el traicionado partido conservador, es la primera y fundamental obligación patriótica.

***

Reconociendo involuntariamente las paradojas de Orwell, el incontenible Petro, al lamentar la muerte de un colombiano en las filas rusas en Ucrania, nos dice que “ese joven quería ser revolucionario” y que “la revolución es la paz”.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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