La razón de ello salta a la vista: hay que tratar de que no se radicalice. Es un gobierno presidido por comunistas que, por fortuna, no las tienen todas consigo en el congreso y deben, por consiguiente, ser cautelosos en lo que a actitudes, iniciativas y propósitos concierne.
Tratar de arrinconarlo, como lo sugieren algunos, podría resultar contraproducente.
Por supuesto que no hay que renunciar al sagrado derecho de hacerle oposición dentro de los límites que establece el ordenamiento jurídico, pues de ella depende en muy buena medida la posibilidad de lograr un viraje significativo en las elecciones departamentales y municipales que tendrán lugar el año entrante.
Pero, como lo ha señalado el Centro Democrático, la oposición debe ser constructiva. Hay que apoyar las iniciativas que le convengan al país, proponer correctivos a las que sean mejorables y combatir con firmeza las que parezcan claramente perjudiciales.
El despliegue multitudinario que presenciamos el 26 de septiembre pasado constituyó un valioso testimonio de protesta popular pacífica llamada a abrirles los ojos a nuestros gobernantes sobre el estado de la opinión. Fue algo muy distinto de la turbulencia que se desató hace dos años con el ánimo de derrocar al entonces presidente Duque. Eso fue un auténtico "putsch" cuyos promotores quedaron impunes.
La "Primera Línea" ha exhibido analogías inquietantes con las SA o tropas de asalto hitlerianas. Desafortunadamente, nuestras autoridades no actuaron al respecto con la contundencia debida y sólo procedieron contra algunos elementos que de hecho fueron sorprendidos en flagrancia. Sus instigadores hoy ocupan altas posiciones dentro del aparato estatal y ya hablan de la necesidad de crear brigadas supuestamente populares que tengan el propósito de forzar los cambios que no encuentren acogida entre los congresistas, los jueces o los titulares de los órganos de control.
Es lo que aquí he denominado la democracia tumultuaria, de la que la tristemente célebre minga indígena es un claro ejemplo. Otros la llaman oclocracia, o sea el gobierno de la muchedumbre, que constituye una degeneración de la democracia, debida en buena parte a la demagogia.
No hay que olvidar que ésta fue factor determinante de los resultados de las últimas elecciones.
Los canales de comunicación entre el gobierno y sus opositores, al permitir que las voces moderadas y transaccionales de ambas partes lleguen a acuerdos razonables, podrían evitar una radicalización capaz de suscitar nuevas espirales de violencia.
Nuestra historia es pródiga en ejemplos de lo que acontece cuando la discordia vuela los puentes del entendimiento. La situación actual no es halagüeña a ese respecto. De ahí que convenga prestarle respetuosa atención al expresidente Uribe Vélez cuando tiende esos puentes con el actual gobierno.