Es tema sobre el que conviene hilar delgado.
Ante todo, hay que recordar que la rebelión es un delito político previsto por el artículo 462 del Código Penal, referido a quienes mediante el uso de las armas pretendan derrocar al gobierno nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente.
Es, por supuesto, un delito de extrema gravedad, pues atenta severamente contra el orden establecido, tratando de imponer la ley de la selva.
Los que lo subvierten de ese modo consideran que se levantan en armas contra regímenes tiránicos. Así se defendió en su debate con Vicky el entonces candidato al que ella tildó de hampón.
¿Podemos en sana lógica considerar tiránicos a los gobiernos posteriores a la dictadura de Rojas Pinilla? ¿Lo fueron los de Lleras Camargo, Valencia, Lleras Restrepo, Pastrana Borrero, López Michelsen, Turbay Ayala, Betancur, Barco y Gaviria, o lo han sido quienes los sucedieron: Samper, Pastrana Arango, Uribe, Santos o Duque?
Todos ellos fueron elegidos de acuerdo con las reglas de nuestra democracia. No fueron gobernantes de facto, sino legítimos. Del único que hubo discusión sobre la mayoría que lo llevó al poder fue Pastrana Borrero, si bien se trata de un debate todavía no zanjado sobre un gobernante que actuó con riguroso apego a la normatividad constitucional.
Los comunistas de todo pelambre, incluido el que hoy habita en la Casa de Nariño, se alzaron contra el régimen constitucional aleccionados por la Revolución Cubana, con miras a sustituirlo por un sistema totalitario y liberticida como el que impera en la Isla-Prisión. Los gobernantes a quienes se tilda de tiránicos lo que hicieron fue defender a Colombia con los recursos institucionales de esa andanada criminal.
Si la violencia entre conservadores y liberales que desangró al país a mediados del siglo XX puede considerarse como una guerra civil no declarada, lo mismo cabe afirmar sobre la que los comunistas han desatado contra nuestra democracia liberal durante más de 60 años. Hoy gobiernan o, peor todavía, desgobiernan a Colombia, no por la fuerza de las armas, sino por las reglas de juego de la institucionalidad, gracias al engaño al que sometieron al electorado. No fueron capaces de llamarse por su nombre ni de revelar sus intenciones.
En esa guerra civil no declarada del comunismo contra nuestra democracia liberal no han faltado los excesos de las autoridades, pero en buena medida han obrado los recursos institucionales para remediarlos. Se criticaba la justicia penal militar aplicada a civiles y la Corte Suprema de Justicia, con ponencia mía, la declaró inconstitucional. Se atacaban las posibles extralimitaciones del estado de sitio y desde 1968 se le puso coto, hasta que en 1991 se lo privó de toda contundencia, de suerte que se hizo inoperante a través de su sucedáneo, la conmoción interior.
Más que de excesos de nuestras autoridades legítimas, cabe hablar de la mano tendida que las mismas les ofrecieron reiteradamente a los subversivos, con resultados tan deplorables como los de la política de paz de Betancur o la claudicación de Santos en La Habana. Incluso lo gobernantes de mano fuerte, como Turbay y Uribe, se mostraron abiertos a negociar con los comunistas, pero tropezaron con su obstinación.
Afirmar como lo hace el que nos desgobierna que sus antecesores fueron unos criminales es un evidente despropósito que sólo cabe en una mente desquiciada como la suya.
Criminales han sido a no dudarlo los comunistas que desataron la guerra civil no declarada que tanto dolor nos ha causado.
No hay que olvidar los crímenes atroces del M-19, sobre los que se ha pedido infructuosamente acción en jurisdicciones foráneas, ni, por supuesto, los de las demás organizaciones subversivas.
Nada más, ahora acaba de revelarse en la JEP la monstruosidad de los crímenes contra la niñez que cometieron las Farc.
El supuesto derecho de rebelión contra el orden establecido lo ejercen quienes lo invocan para cometer asesinatos selectivos, masacres, incendios y asaltos de poblaciones, secuestros, extorsiones, desplazamientos forzados, invasión de propiedades, tráfico de armas y de drogas, robos, delitos sexuales horripilantes y todo aquello que sólo habita en mentes de sujetos que parecen poseídos por demonios. Les cabe perfectamente el diagnóstico de psicópatas y sociópatas, vale decir, unos enfermos mentales.
El mal llamado paramilitarismo fue una respuesta del todo censurable de distintas comunidades que ante la fragilidad institucional buscaron defenderse de las depredaciones de los comunistas. Es una llaga abierta y todavía sangrante en el cuerpo de esta sufrida Colombia.
A la luz de lo expuesto, y faltando muchos otros argumentos, les reitero a mis lectores la pregunta: ¿La rebelión política es un derecho o un delito? ¿El que nos desgobierna es un delincuente no arrepentido de sus tropelías o un batallador por la libertad y la justicia, como jactanciosamente se autodefine?