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Pbro. Mario García* 

No estamos, no, de fiesta. Los resultados de la jornada electoral del domingo 19 de junio, constituyen una muy mala noticia para Colombia, que con ellos ha caído también, como gran parte de nuestro subcontinente, en la órbita del socialismo del siglo veintiuno. El horizonte de la patria se ha ensombrecido, y, sin que esta afirmación sea un síntoma de fatalismo, hay que saber que le esperan a nuestra nación muy malos días.

En el análisis de lo que nos ha acontecido, hay que decir que este deplorable resultado no es fruto de la campaña desarrollada por los candidatos y sus partidarios en los últimos meses. No; algunos dirán que los debates, que las salidas de tono y exabruptos en que incurrió el candidato perdedor, que las triquiñuelas y las arterías del círculo de truhanes que orientaron la campaña del ganador, que la influencia innegable de los medios de comunicación a lo largo de los últimos meses, determinaron el resultado final. Pero el asunto es mucho más hondo. La realidad en que ha desembocado toda esta campaña con la elección de un presidente matriculado en el social-comunismo, es el resultado de un proceso de desmoralización, de descomposición ética, de debilitamiento de los fundamentos culturales y cristianos que le daban una identidad a la sociedad colombiana.

A lo largo de los últimos lustros, sistemática y sibilinamente, desde los más diversos estamentos de la sociedad, fue dándose una labor de zapa en los cimientos ideológicos y morales de Colombia. La Constitución del 91, que nos rige, comenzó por borrar a Dios como la fuente y principio de toda autoridad y fuente de toda ley; so pretexto de la legítima separación de la Iglesia y el Estado, y de la laicidad de éste último, se fue desterrando a Dios y se pretendió disponer la marcha de la nación al margen de su ley. Los partidos políticos no solo se atomizaron en grupúsculos insignificantes y sin identidad, sino que se desdibujaron ideológicamente; ya ninguno encarna de manera nítida y con fuerza los principios y valores cristianos; ya no aparecen en la confrontación esos paladines de la doctrina y de la ética que sin ambages y en forma paladina y enhiesta  den testimonio de sus creencias y convicciones y enfrenten las ideologías deletéreas de los corifeos del error y de la inmoralidad; la inmensa mayoría de nuestros políticos nos dan la impresión de que todo se condiciona y subordina a peseteros intereses de orden burocrático.  La juventud, que según parece tuvo mucho que ver en la elección del nuevo presidente de Colombia, vino siendo adoctrinada metódicamente, en la escuela, en el colegio y en la universidad, y desde el  mismo ministerio de educación, con instrumentos como Fecode, un sindicato de raíces ateas y marxistas, y con unos pénsumes, en todos los niveles del ciclo estudiantil, de los que desaparecieron, en la teoría y en la práctica, la educación religiosa y los contenidos de una formación humanística empapada de la cultura cristiana; peor aún, se ha pretendido abiertamente adoctrinar a la niñez y a la juventud con ideologías, como la de género, que son aberraciones evidentemente contrarias a la ley natural. Las Cortes, - y de manera muy especial la Constitucional -, que debieran ser guardianes del orden, del bien y del recto ordenamiento de la sociedad, le hay infringido a Colombia un inmenso y profundo daño, que lamentaremos por mucho tiempo; con el pretexto escondido en la defensa dizque del libre desarrollo de la personalidad, y con el desconocimiento o negación de la ley natural, que es ley de Dios, no solo han minado de raíz la autoridad de padres y educadores, sino que han justificado toda clase de extravíos  y de crímenes contra la vida y la dignidad del ser humano. Gobiernos nefastos para Colombia han propiciado todo este desquiciamiento; el encabezado por el señor de la palomita blanca en la solapa, negoció la patria con el crimen a cambio de un premio a su vanidad enfermiza, y acuñó, en la práctica, la teoría de que el crimen, por atroz que sea, puede ser el camino para alcanzar logros políticos y gozar no solo de impunidad absoluta sino de galardones; y el actual, incapaz de hacer frente a la mentira, pusilánime y medroso, deja en el ambiente de Colombia la sensación de que los vándalos, aupados por quien hoy es presidente electo y por sus secuaces, pueden, cuando así se les antoje, desconocer la autoridad y atentar contra los derechos de los ciudadanos inermes, y ha permitido que la corte prevaricadora se arrogue ilegítimamente funciones legislativas, para mal de Colombia, y que quienes llevan legítimamente las armas para defender el orden, soldados y policías, sean afrentosamente humillados y atropellados, socavando así todo respeto a la legítima autoridad.

Y en medio de todo este desconcierto, muy posiblemente también nos cabe un buen porqué de responsabilidad a quienes, por el estatus y el rol que nos atañen, -padres de familia, educadores, sacerdotes, dirigentes…- deberíamos alzar la voz para salir en defensa de los principios, verdades y valores que estructuran el conjunto doctrinal de la civilización cristiana, siempre que ellos sean atacados o conculcados. No siempre lo hacemos. ¿Por temor?... ¿Por no cazar peleas?... ¿Por el deseo de mostrarnos benévolos y comprensivos?... ¿Por inseguridad?... No me atrevería a responder; pero siempre  pienso en la responsabilidad de los “canes muti non valentes latrare” de la Escritura. (Is., 56, 10)

¿Qué nos queda? Los hechos son tozudos e ineluctables. Tendremos, ojalá que sólo para los cuatro años que vienen, un presidente socialista que nunca hubiéramos querido tener, y que está rodeado de personajes que forman un círculo siniestro. Seguramente la sociedad y la Iglesia se verán gravemente afectadas en su vida y en su acción; la deplorable realidad que están viviendo, sin excepción, países hermanos caídos en la misma órbita, no nos permite negar los graves riesgos a que ahora nos veremos abocados.

Pero Dios no ha muerto, a despecho de quienes eso quisieran; Colombia vive de una raíz cristiana que, por mucha fuerza que piensen tener, nunca podrán destruir sus enemigos; la oración sigue y seguirá siendo un arma imbatible a disposición de quienes vivimos de la fe; y el testimonio de nuestra vida y acción nunca perderá la fuerza que tiene para hacer frente al mal. Tenemos que orar, orar sin cansancio y con confianza, al Dios de Colombia, por nuestros gobernantes, para que los toque con su gracia invisible y les dé discernimiento, sabiduría y sinceridad en la búsqueda del auténtico bien común; tenemos que seguir invocando el valimiento de la que sigue siendo la Reina de Colombia, María santísima. Y tenemos que asumir, todos, cada uno desde su propia realidad y sus posibilidades, la tarea que nos incumbe de vivir y de predicar las verdades y valores que encontramos en el Evangelio del que es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. (Juan, 14, 6)

* Formador, seminario mayor, Ibagué, Colombia.

Publicado en Columnistas Nacionales

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