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Thierry Ways          

Faltaría más que los ciudadanos no pudieran blindar su patrimonio de algo que ven como una amenaza.

El repudio a la hoy muy mentada ‘cláusula Petro’ de parte de connotados columnistas como Ramiro Bejarano, quien puso el tema sobre el tapete, y Cecilia Orozco, quien lo secundó, obedece a una suerte de teoría conspirativa. Consideran estos analistas que detrás de la cláusula hay una estrategia de malvados multimillonarios para entorpecer las elecciones. Pero no se trata de eso en absoluto.

Expliquemos, primero, que la ‘cláusula Petro’ es una condición que se introduce en un contrato –de compraventa de un inmueble, por ejemplo– que supedita su ejecución a que no resulte elegido el candidato epónimo. Lejos de tratarse de una “triquiñuela” (como dice Orozco) de “potentados de ultraderecha” (como acusa Bejarano), consiste en un arreglo privado entre privados que no tienen por qué ser ningunos magnates, sino personas comunes y corrientes, como usted que está leyendo este periódico o como yo.

¿Y por qué querría alguien usar esa disposición tan particular? Por la obvia razón de que considera que una victoria del candidato del Pacto Histórico sería lesiva para sus proyectos comerciales y que, llegada esa eventualidad, sería mejor deshacer el negocio objeto del contrato. No más. La naturaleza privada del acuerdo descarta la difusión masiva que tendría que tener para que pudiera considerarse siquiera una incitación al “pánico económico”, como también se ha llegado a decir.

Uno puede estimar que esa preocupación es justificada o no. Exagerada o no. Pero faltaría más que los ciudadanos no tuvieran derecho a tomar medidas para proteger su patrimonio o sus negocios de algo que perciben como una amenaza.

De hecho, es tan claro que se trata de un asunto económico y no una injerencia electoral, que la cláusula bien podría traducirse a otro lenguaje, sin tener que mencionar a candidato alguno. Uno podría reescribirla diciendo: “Si la TRM tiene una fluctuación al alza de más del X por ciento en la semana posterior a las elecciones...”, “Si el indicador de riesgo país presenta un deterioro superior a tantos puntos básicos...”, etc. Planteado de esa forma, queda claro que el objetivo es mitigar contingencias económicas concretas. No cabe ninguna sospecha de constreñimiento al votante.

Supongamos, sin embargo, que los enemigos de la cláusula lograran prohibirla. ¿Qué pasaría? Que los negocios cobijados bajo esa medida de cobertura de riesgo no se realizarían hasta después de las elecciones... si acaso. Lo que traería al presente el desenlace económico adverso que queremos evitar. Una profecía autocumplida.

Otra consecuencia igual de paradójica puede estar ocurriendo ya como resultado de este debate. Pues la cláusula en cuestión, de la que se habló mucho en 2018, no parecía ser tan popular esta vez. Era algo que se comentaba en los círculos inmobiliarios o algunas firmas de abogados, no una práctica extendida. Yo, personalmente, nunca me he topado con ella, ni he sentido la necesidad de emplearla en mis asuntos. Pero, tras la columna del doctor Bejarano, está en boca de todos. No nos extrañe que ahora, cada vez que alguien esté revisando un contrato, se diga a sí mismo, como un chef probando una sopa: “No está mal, pero le falta algo... ¿qué será, qué será? ¡Ya sé! Le falta –ta taaan– ¡la cláusula Petro!”.

En todo caso, pelearse con la cláusula es confundirse sobre la causalidad de un fenómeno, como el candoroso cornudo que pone en venta el sofá. No es que la cláusula Petro propague desconfianza entre la ciudadanía, sino al revés: la cláusula es la consecuencia de una desconfianza previa. Como dije, ese recelo puede ser legítimo o excesivo, según la percepción de cada quien, pero no deja de ser pertinente preguntarnos por qué solo uno de los candidatos produce ese efecto y los demás no.

En Twitter: @tways

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https://www.eltiempo.com/, Bogotá,05 de febrero de 2022.

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