¿Yahora qué? La pregunta pende sobre el mundo emponzoñando el aire, como la polvareda radioactiva que exhaló Chernobyl en 1986.
Entre las cosas que se perdieron, o se perderán, hay una que sobresale: la tranquilidad, fruto de 77 años de relativa paz, de que la guerra, con excepciones como la de la antigua Yugoslavia, era un horror proscrito del continente europeo. La guerra era algo que pasaba en lugares distantes, como Siria o incluso Colombia, pero no algo que aún pudiera ocurrir en la Europa “de antiguos parapetos”, como dice el verso de Rimbaud. Se desvanece así la noción, emparentada con el “fin de la historia” de Fukuyama, de que, al menos en ciertas partes del globo, el conflicto armado era cosa del pasado: un imposible, una idea que repugna a la razón. En una noche, Vladimir Putin deshizo ese sueño. La historia regresó, como ilustró la portada de ‘Time’, encaramada en un tanque de combate.
Varias cosas comienzan a apestar a fracaso. Varias preguntas tocan a la puerta y no van a dejarse ignorar. Se cuestiona uno, por ejemplo, si la diplomacia y el multilateralismo no han sido expuestos como un ejercicio masturbatorio: mucho ajetreo y mucho esfuerzo, pero sin engranar fecundamente con nadie. Llamémoslo ‘onunismo’. ¿Cómo vamos a solucionar conflictos en las barriadas más pendencieras del globo si no hemos sido capaces de prevenirlo en el centro mismo de Europa?
Los consumidores de las regiones devaluadas del planeta, que no hacemos la historia, sino que la padecemos, nos preguntamos qué nuevos sobresaltos sufrirán los precios de las cosas. Vapuleados por la inflación pospandémica y ahora a la merced de bolsas paniqueadas, gasoductos nórdicos y trigales lejanos.
Los habitantes de otros territorios amenazados del globo, como Taiwán, se preguntan si una invasión en las barbas de la Otán no es una invitación a que otras potencias con visiones imperiales den el paso que hasta ahora no se han atrevido a dar.
Fue tan lúgubre la semana que hasta los refranes fracasaron. ¿Soldado avisado no muere en guerra? Pues esta estaba recontravisada y han muerto bastantes.
Colombia no tiene velas en esos entierros, decimos. Los líos entre rusos y ucranianos no tienen nada que ver con nosotros. Y, en tiempos normales, sería verdad. Pero a este siglo le importa una higa la normalidad. Y Colombia, mayor aliado de EE. UU. y la Otán en Suramérica, comparte una frontera caliente con la Venezuela de Maduro, mejor amigo de Putin en la región y receptor de su ayuda militar. Una de las últimas veces que gringos y rusos (en ese entonces la URSS) se pelaron los dientes, en medio de las amenazas cruzadas quedó ensartada una pequeña isla-nación del Caribe. Así que casos se han visto, y aquí cerquita.
Si Putin se sale con la suya, no solo los países cerca de Rusia, sino los de todo el planeta, tendrán que asumir que el orden mundial se ha resquebrajado irremediablemente. Un Estado habrá sometido a otro en el corazón de Europa sin que nadie pudiera impedirlo. La soberanía de países menos fuertes y relevantes, en términos geopolíticos, se vería debilitada: ¿quién los apoyará en caso de una agresión?
Dependerá seguramente de la capacidad del agresor. Tal vez frente a naciones menos poderosas, las demás potencias del mundo sí se atrevan a asestar el tatequieto que no se atreven a oponerle a una potencia nuclear como Rusia. De cualquier forma, los ministros de Defensa de todos los países deben estar diciéndose que es mejor incrementar cuanto antes la compra de material bélico: por si acaso. Esa es una de las tristes ramificaciones del conflicto ucraniano: que el planeta entero es un lugar menos seguro hoy que ayer, hasta para quienes ya teníamos suficientes entierros propios en qué gastar las velas.
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 26 de febrero de 2022.