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Sergio Araújo Castro 

Álvaro Uribe es víctima de una versión burda y cobarde de un «Lawfare» que lo ha puesto en una especie de olla exprés que no deja de pitar y apunta a pulverizarlo.

Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2Orillas.

¿Qué es el Lawfare? Se denomina así, con esta expresión anglosajona, la práctica que contiene una vieja estrategia que implica la utilización abusiva de instrumentos jurídicos con fines de persecución, destrucción de imagen pública e inhabilitación del adversario político, en la que se combinan acciones aparentemente legales, con una amplia cobertura de prensa, para presionar al acusado y su entorno,  de forma tal que éste sea más vulnerable a las acusaciones, aun cuando no haya debate probatorio y esté lejos de ser vencido en juicio. El objetivo es claro: provocar el repudio popular para que no disponga de capacidad de reacción.

Aunque no escuchemos a su abogado decirlo vehementemente en medios de comunicación (por excesivo respeto hacia los operadores judiciales), sin duda Álvaro Uribe Vélez es víctima de una de las versiones más burdas y cobardes de un elaborado «Lawfare» mediante el cual ha sido puesto en una especie de olla exprés que no deja de pitar y apunta a pulverizarlo.

Tan conocida y preocupante es la práctica del «Lawfare», que ha sido materia de muchos estudios académicos. La literatura autorizada ha coincidido en la necesidad de diseccionar las manifestaciones del «Lawfare», en aras de dar a conocer los patrones comunes en los casos analizados. Es lamentable que hasta ahora ningún jurista le haya dedicado siquiera un artículo al caso de Uribe que, como a los trajes mal hechos, desde hace rato se le notan las costuras: reparto exprés a juez instructor parcializado, interpretaciones sesgadas de la ley, ocultamiento del proceso al investigado, privación de la libertad sin sustento, violación del derecho a la intimidad, transgresiones repetitivas del principio de legalidad y derecho a la defensa, bloqueo del legitimo contrainterrogatorio al único testigo de cargo, interceptaciones telefónicas ilegales, escuchas ilícitas de conversaciones sostenidas entre investigado y abogados, montajes audiovisuales con falsas narrativas disfrazadas de serie documental,  alegadas víctimas que aterrizan en las audiencias como aviones fantasmas, piezas procesales filtradas a periodistas, medios de comunicación y redes sociales, sacadas de contexto, de forma selectiva, fragmentaria y con especial timing político (en momentos políticos claves).

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Esta semana hemos visto un capítulo más de este thriller. Le correspondió el turno a la Corte Constitucional

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Esta semana hemos visto un capítulo más de este thriller. Le correspondió el turno a la Corte Constitucional, «la guardiana de la constitución y garante de derechos», instancia a la que acudió el ciudadano Uribe para solicitar tutela de sus derechos al debido proceso y de defensa, vulnerados por el Juez 4 penal del circuito de Bogotá, que excedió su competencia al concederle el efecto de «imputación» a la indagatoria rendida por el investigado ante la Corte Suprema de Justicia.  Un claro exabrupto jurídico. Inexplicable en el caso de un experimentado juez con funciones de conocimiento.  La situación es y ha sido muy clara: hay dos regímenes jurídicos que se chocan en un mismo proceso en curso, sin que exista norma que regule el tránsito del uno al otro. ¿Qué correspondía hacer en derecho? Adecuar el tránsito aplicando la Constitución, buscando una solución que preservara, entre otras cosas, los principios de legalidad y favorabilidad, así como la «observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio».

¿Qué hizo la Corte Constitucional que antaño desconoció el resultado del plebiscito del 2016? Redobló la apuesta, esta vez con estrecha mayoría. Si bien reconoce que hay vacío legislativo, prefirió  reforzar la decisión del Juez 4 penal del circuito de Bogotá. Como magos sacan un conejo de la chistera, se inventan una figura denominada «equivalencia funcional», con el fin de equiparar las dos figuras, categoría que no existe en la legislación penal colombiana, con la cual se terminan derruyendo los principios siderales del debido proceso penal consagrados en el artículo 29 de la Constitución, arrojando de paso a la basura, años de precedentes en los que la Corte Suprema de Justicia ha enseñado cómo se hace una imputación y cómo se concretan los hechos jurídicamente relevantes, en procura de garantizar el derecho a la defensa y evitar futuras nulidades.

Como si fuera poco lo anterior, dice el comunicado de la Sentencia SU-388/21 (la sentencia real se desconoce aún), que a través del fallo se les brindará una oportunidad a las partes interesadas, para que, en «audiencia innominada», acudan al juez de control de garantías, en cumplimiento del art. 10 de la Ley 906 del 2004, para que «se analice si existió alguna afectación y si es del caso, se realice la adecuación a que haya lugar».

¿Qué es esto? ¿Un peloteo conveniente a los demás actores sincronizados en la estrategia? Mas allá del juego posicional, acá lo que hay es la habilitación de «un poder no electo popularmente» que sobrepasa «al poder representativo» que debe regular las actuaciones judiciales en una democracia. Es la democracia la que en ultimas está siendo debilitada. El descredito de la administración de justicia ha tocado fondo. Para la constancia histórica quedan los 4 salvamentos de voto, que por limitaciones de espacio no cito, pero invito a leerlos porque no tienen desperdicio.

@sergioaraujoc

https://www.las2orillas.co/, Bogotá, 15 de noviembre de 2021.

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