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Darío Ruiz Gómez    

No ha abundado en Colombia ese tipo de historiador que haya mostrado interés en lo que significa la vida de gobernantes y políticos en la intimidad, en esos secretos amorosos que también responden en cada relato a las intrigas de geniales embaucadores(as) o al papel decisivo que tiene el chisme en su tarea de difamar a un contrario(a) con fines políticos tal como lo ilustran las historias de alcoba en algunos gobiernos ingleses o norteamericanos, en el gobierno de los Kirchner. Historia de adorables efebos que recurrieron a sus encantos físicos para obtener favores de los poderosos iniciando así su vida pública.

Generalmente el gran político como lo señala Benjamín Disraeli debe guardar la distancia necesaria entre su vida pública y su vida privada porque entiende que su misión consiste en representar el papel que los protocolos le exigen y que su proyecto de gobierno le reclama en los objetivos de alcanzar la prosperidad y la seguridad de la ciudadanía. 

Por desgracia la invasión de la banalidad mediática ha irrumpido desvergonzadamente en la vida de muchos gobernantes(as) actuales y la industria del chisme como un arma mortífera para desacreditar a un gobernante, para crear equívocos sobre una amistad masculina o femenina dejando de ser una conquista de la libertad sexual para convertirla en una perversidad inadmisible, es ya habitual. Y en Colombia la práctica de este tipo de difamación se ha convertido en muchos casos en puro linchamiento público ejercido por apestosos personajillos con el fin de destruir la carrera de una mujer o de un hombre sometidos, repito, a la malevolencia de la envidia criolla.  

La frivolización de la vida pública que se restringía a la vida del espectáculo se ha mutado, insisto, hacia la vida política con consecuencias desastrosas tal como sucede en España donde el rasero de esta superfluidad se ha ido apoderando de la vida pública de gobernantes y políticos(as) que antes que dedicarse a defender las libertades democráticas sólo parecen estar listos(as) para la foto de portada del magazín de moda. Las fundamentadas y sorprendentes revelaciones que acaba de dar Jorge Gómez sobre el inaudito propósito del  joven Alcalde Quintero de lanzarse a la Presidencia de la República  una vez finalizado su mandato y con el anticipado nombramiento de su respectivo Gabinete Ministerial que no son otros(as) que sus más allegados colaboradores(as) se convierte en un alarmante despropósito alentado desde las cloacas de los nuevos poderosos como en un folletín histórico de Alejandro Dumas o en la trama de un relato sobre la mafiopolítica de Andrea Camilleri en donde detrás del muchacho de barrio se esconde una intensa trama de oscuras pasiones, de nepotismo, no de ambición meramente política sino de una burda tarea de enriquecimiento personal y control de los territorios recurriendo para ello a cualquier clase de componendas como el nombramiento en puestos claves de la administración de petristas traídos de fuera. El hombre público y la ejemplaridad que se le exige a éste han quedado al descubierto en el caso Quintero por una preocupante alteración emocional pues dice y a los cinco minutos se desdice de lo que acaba de afirmar, se llena la boca de incoherencias tal como lo ha señalado un notable abogado.

Transformismo, equívocos como esa foto lograda por un paparazzi  de una cita furtiva con César Gaviria en las gradas altas de un estadio, lo que, naturalmente ha permitido que la suspicacia popular juegue a sus anchas recordando aquel film peronista “Dios se lo pague”, donde el mendigo se venga de los “ricos”  atesorando su propia riqueza e indicándoles a los pobres que esta debe ser la vía política para escapar de su condición de explotados y destruir a los poderosos, un personaje  para el cual nada termina por importarle; ni siquiera las ruinas que se van acumulando a su paso, el estupor de la ciudadanía ante el abandono de la ciudad, ante la fallida promesa de prosperidad. Olvidando que la ausencia de ética en el gobernante conduce inevitablemente a la corrupción.

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