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Thierry Ways          

La carestía de la energía en Europa deja lecciones importantes para países como Colombia.

Un fantasma recorre Europa: el fantasma del precio de la energía. En España, la luz ha aumentado 44 % frente al año pasado. En el Reino Unido, hay escasez de gasolina y colas en las estaciones de servicio. En Francia, tras un aumento del 12,6 % del precio del gas, el Gobierno tuvo que destinar 580 millones de euros para ayudar a las familias más pobres a pasar el invierno.

El fenómeno tiene varias explicaciones. Una de ellas es el regreso a la pseudonormalidad pospandemia, que elevó el consumo energético sin que hubiera suficientes reservas para atender la demanda. En el Reino Unido, la escasez se origina en la salida del país, por el covid y el ‘brexit’, de miles de conductores extranjeros dedicados al transporte de hidrocarburos. Pero quiero hablar en particular de un aspecto del caso eléctrico, ya que hay ahí una lección que le concierne a Colombia a medida que se adentra en la transición energética que todos los países deberán emprender para mitigar el cambio climático.

Para ‘descarbonizar’ la economía, el mundo les está apostando, sobre todo, a las energías solar y eólica, que son, por naturaleza, intermitentes. El sol no brilla de noche; el viento no sopla siempre con la misma fuerza. Este año, la falta de brisa causó un déficit de generación en aquellos países europeos que han añadido turbinas de viento a su matriz eléctrica. Para tapar el hueco, fue necesario incrementar la generación convencional, a base de la quema de gas y carbón. Pero en los últimos años se ha encarecido el derecho a quemar esas sustancias, con el fin de desestimular su uso, lo que, sumado al auge de la demanda, disparó el precio del kilovatio-hora.

La lección es que, mientras la región no tenga una capacidad mucho mayor de generación renovable, y mientras no existan mejores tecnologías para lidiar con las intermitencias –mejores baterías, por ejemplo–, seguirá siendo necesaria, probablemente por muchos años, la generación eléctrica tradicional. Países como Colombia deben tomar nota, pues, a diferencia de las naciones desarrolladas, los países en vía de desarrollo todavía necesitan producir mucha energía –ojalá buena, bonita, barata y verde– para superar la pobreza. Sin electricidad a precios competitivos no es posible multiplicar las fábricas, las universidades, las redes informáticas, los autos eléctricos, las máquinas que aumentan la productividad de las firmas y los electrodomésticos que mejoran la calidad de vida de las personas. Para eso se requerirá, por un buen rato, una combinación de energía proveniente de fuentes convencionales y fuentes renovables.

Es más: sin combustibles fósiles no se puede hacer la transición energética. ¿De qué está hecha una turbina eólica, por ejemplo? Como nos recuerda el investigador canadiense Vaclav Smil, que ha dedicado su carrera a estudiar el tema, la turbina está hecha de acero, que se deriva del hierro en un proceso energéticamente intensivo, con abundante consumo de gas y carbón. La turbina también tiene fibra de vidrio, que se hace en hornos a gas. Y plásticos y lubricantes derivados del petróleo.

La buena noticia es que Colombia tiene una matriz eléctrica razonablemente limpia, con un 68 % de generación hidráulica. Las hidroeléctricas no son inocuas: todas las fuentes de energía, hasta las renovables, producen efectos indeseados. Pero son una opción menos contaminante que la quema de combustibles. Eso hace de ellas buenas aliadas de la transición energética colombiana, que, como demuestra el caso europeo, no puede llevarse a cabo sin una adecuada capacidad eléctrica de respaldo.

Aterrizando en la actualidad, esto subraya la importancia de concluir y poner en marcha el proyecto Hidroituango, llamado a proveer el 17 % del consumo eléctrico nacional.

En Twitter: @tways

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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 16 de octubre de 2021.

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