Hablar de inseguridad urbana con datos no es fácil, pues la mayoría de los robos, atracos, extorsiones y demás delitos que enfrenta la ciudadanía no son reportados y no engrosan las estadísticas. Las autoridades siempre podrán escudarse en el argumento de que, de acuerdo con las cifras, las cosas no están tan mal. Pero, paradójicamente, eso puede significar lo contrario: que la gente está tan resignada al crimen que no se molesta en denunciarlo.
Y la tecnología proporciona otra excusa: que la ubicuidad de cámaras de celulares y de vigilancia, sumada a la viralidad de las redes, hace más notorios los delitos e incrementa la percepción de inseguridad sin que esta haya aumentado de verdad.
Sin embargo, no creo que lo que acaba de reportar Invamer en su último estudio sea una simple impresión desacoplada de la realidad. Según la encuestadora, casi todos los colombianos, el 96 %, consideran que la seguridad está empeorando. Las cifras de homicidios corroboran que estamos en un mal momento: en los primeros cinco meses del año hubo 27 % más asesinatos que el año pasado. Y si bien 2020 fue un año irregular por la pandemia, al comparar con 2019 también estamos por encima un 7 %.
En todas las ciudades del país, el miedo es palpable. Parece que en ningún lugar se está a salvo: ni en los restaurantes, ni en los centros comerciales, ni en los edificios ni en TransMilenio. La obediencia ya no es garantía de salvar la integridad: en varios casos, los delincuentes han agredido a las víctimas gratuitamente, sin que estas hubieran opuesto resistencia. La que podría ser la canción de la temporada sonaba anoche en una terraza en la que nunca pude relajarme por la sensación de vulnerabilidad que produce estar afuera últimamente: ‘Calle Luna, calle Sol’, de Willie Colón y Héctor Lavoe. “Oiga, señor, si usted quiere su vida / evitar es mejor, o la tienes perdida / Mire, señora, agarre bien su cartera / No conoce este barrio, aquí asaltan a cualquiera”.
Preocupa, sobre todo, la poca capacidad que demuestran las municipalidades para enfrentar el fenómeno, que tiene características distintas –y por tanto requiere medidas distintas– que otras formas de violencia, como el asesinato de líderes sociales.
Además del riesgo para la vida de las personas, la inacción frente al crimen tiene consecuencias políticas y económicas. Políticas, porque ninguna sociedad tolera la inseguridad por demasiado tiempo. Tarde o temprano acaba eligiendo a un mandatario de mano dura que prometa solucionar el problema por las buenas o por las malas. Sigamos sin hacerle caso al crimen y no tardará en aparecer el Duterte criollo que ofrezca encargarse del asunto. No le faltará apoyo popular.
En cuanto a lo económico, la tragedia es que el aparato empresarial internaliza los costos de la criminalidad. Así como las personas, las empresas también se adaptan al riesgo. Gastan en cámaras, alarmas, monitoreo, guardias, escoltas y extorsiones. El otro día fui a hacerme el examen médico para sacar el pase y en la sala de espera yo era el único haciendo ese trámite: todos los demás estaban ahí porque necesitaban un salvoconducto para un arma de fuego. Ese sobrecosto de defensa que asume el sector productivo, y que el Estado debería prevenir, deteriora la competitividad del país, hace más caro invertir en él y, por tanto, repercute en el empleo y la pobreza. Un funesto círculo vicioso, cuando lo que necesitamos es reactivar la economía.
¿Y cómo reactivarla si la gente tiene temor de salir de su casa? La inseguridad urbana necesita convertirse en uno de los temas prioritarios de la campaña presidencial. Es una desalentadora ironía que, en lugar de un desenjaule, lo que viniera después de las cuarentenas del covid fuera la cuarentena del miedo.
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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 25 de septiembre de 2021.