Empezó la campaña presidencial. Se supone que tendremos varios meses en los que discutiremos ideas y planes. Los que no sufrimos de daltonismo político podemos distinguir una gran cantidad de matices entre los candidatos. Cada candidato deberá ponerse en la tarea de convencer a los electores sobre la corrección de sus planteamientos, la factibilidad de sus planes y la moralidad y justicia de su visión de mundo.
Sin embargo, ya es evidente que para algunos candidatos, la campaña consistirá, en buena parte, en mostrar que los otros son muy malos, corruptos y peligrosos. Los menos sólidos en sus propuestas van a encontrar que es rentable construir campañas difamando a los otros, o desconociendo sus diferencias y presentándose ante sus seguidores como si existieran solo dos opciones: la buena (ellos) y todos los demás. Esa es una forma facilista de convencer, muy mala para la democracia.
Los más pesimistas se preguntan si convencer es posible. En 1952, el psicólogo León Festinger sugirió en su libro Cuando falla la profecía la existencia de un “efecto de rebote” (backfire effect). A personas con una fuerte convicción, la argumentación en contra no las hace cambiar de idea, sino que las reafirma. El hecho fue más elaborado en trabajos posteriores. El filósofo Peter Bogossian y el matemático James Lindsay, en su libro Cómo mantener conversaciones imposibles, terminan recomendándonos no argumentar con hechos (los hechos no convencen...). El año 2016, después de la elección de Trump esa percepción pesimista se expandió. Fueron muy conocidas y difundidas las piezas ‘Este artículo no va a cambiar su opinión’, en la revista The Atlantic, y ‘Por qué los hechos no cambian nuestra opinión’, en The New Yorker (productos de la resaca poselección).
Sin embargo, a pesar de esas visiones grises, hay que reconocer que suceden cambios en la opinión pública y que estos, en alguna medida, deben ser provocados por la razón. Un trabajo liderado por el psicólogo James Kublinsky exploró el conocimiento sobre los programas de bienestar social en Estados Unidos. Le preguntó a un grupo muy conservador qué porcentaje del presupuesto federal creía que se invertía en bienestar y cuánto pensaban ellos que debía invertirse. Inicialmente estaban convencidos de que una parte exagerada de sus impuestos se iba para los pobres. En promedio, respondieron que cerca del 22 por ciento del presupuesto estaba dedicado a bienestar y que no debía ser más del 5 por ciento. Entonces se les mostró que en realidad ese rubro es solo del 1 por ciento: apenas la quinta parte de lo que ellos mismos habían considerado aceptable. El choque con la realidad produjo efectos diversos. Unos se mantuvieron en que aun así era demasiado, otros optaron por la explicación de que los estaban engañando con ese dato que era falso, pero hubo un grupo importante que cambió de opinión.
Otras investigaciones también han concluido que es posible convencer con argumentos y con hechos, aunque hay personas inmunes a ellos. Liliana Mason (psicóloga política) afirma que la identidad política con la que se identifica una persona refleja mejor su actitud hacia “los otros” de lo que lo hacen sus diferencias ideológicas concretas. La polarización y el populismo se sustentan más en individuos con firme identidad política que en ideas. Esa identidad política a veces se reduce a la imagen que se quiere proyectar. El ‘fan’ es más agresivo si se siente observado (mientras que él se mira en un espejo, muy enternecido con su imagen).
Yo pienso votar por quien me convenza con buenos argumentos. Estos deben incluir cálculos que demuestren la factibilidad de sus propuestas, y proyecciones realistas de impacto. Los lemas altisonantes son fáciles de construir, lo difícil es ponerles contenido real.
@mwassermannl
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 02 de septiembre de 2021.