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Eduardo Mackenzie                                                        

Nunca en la historia de nuestro querido y sacrificado país una clique de gobierno, voraz y aventurera sin límites, había logrado apoderarse de todo. De todo, pues la junta que dirige Gustavo Petro para desdicha de Colombia le echó mano, en menos de dos años, al ministerio público, a los organismos de justicia y de control administrativo y sobre todo, al presupuesto nacional, es decir a los fondos de financiamiento de todos los ministerios y servicios públicos, incluyendo el poder militar y de policía, para manipularlos, afectarlos y movilizarlos a su antojo, y a espaldas de la representación nacional –pues las reglas constitucionales y legales son, de hecho, burladas miserablemente sin que la oposición pluralista y angelista logre ver en ese circo un verdadero cataclismo. La junta, no ha tenido tiempo para cerrar los periódicos y revistas que incomodan, pero insulta e intimida a los periodistas, como jamás lo había hecho un gobierno.

La junta se ha apoderado de todo, digo, no para beneficiar al pueblo, ni a una fracción del pueblo, sino para consolidar un poder personal, egoísta, repugnante, y satisfacer las inclinaciones de unas micro clientelas transitorias y, sobre todo, a sus violentos operadores más organizados en los territorios, dentro y fuera del país.

La junta se apoderó, en efecto, no solo del tesoro público. Se apoderó también del ahorro privado, es decir de la otra gran porción de la riqueza nacional: del dinero de las empresas y de los hogares. Les advirtió a los bancos que haría malabarismos con los fondos de pensiones y de cesantías y de los recursos de capital de las empresas, mediante obscuras “inversiones forzosas”. Ante las tímidas protestas Petro renunció a forzar a los bancos, pero volvió a lo mismo sin perder un día. Así gobierna la junta: contrariando lo dicho, raspando hasta el hueso a sus víctimas con hipocresía profesional.

El asalto contra el país es, pues, completo, vasto, rápido y sofisticado. Avanza cubierto de mentiras calibradas, de gesticulaciones seductoras, frases amenazantes y aberrantes decretos. Los observadores más valientes producen masas enormes de críticas acertadas, pero no se interrogan entre ellos para tratar de saber de qué naturaleza es el caos reinante ni cómo organizar la respuesta masiva para arrebatarle a la junta las riendas del destino nacional.

En la historia de Colombia no habíamos visto tal catástrofe, tal Himalaya de abusos, corrupción, ilegalidades, logorreas y atrocidades, que pasan sobre el cuerpo de la población aplastando todos los resortes que teníamos para resistir a la opresión. Un solo dato muestra lo que pasa: 260 personas han sido secuestradas por las bacrim (Farc, Eln y otros) en los últimos ocho meses sin que la junta se conmueva e intente poner fin a esa desgracia. En realidad, la junta petrista hace lo contrario: deja hacer, argumentando que está buscando la “paz total” con esas bandas. Desfinancia y maniata a las fuerzas militares y de policía para que no entren en las zonas de narco-cultivos y del sector petrolero. Y cuando los envía, los abandona. Lo ocurrido el 5 de marzo de 2023 en San Vicente del Caguán es un ejemplo. Ese día los policías protegían un campo petrolero cuando fueron atacados con bombas y gente armada de machetes. Pidieron refuerzos en municiones, pero los nuevos altos mandos los abandonaron. El subintendente Ricardo Monroy fue degollado por los encapuchados. Por esa atrocidad debe responder Gustavo Petro, no solo a los ejecutores.

¿Como salir de esta situación de demolición de la República, de las instituciones y de las conquistas laborales y sociales?

No en todo caso con exhortaciones a la junta a que “gobierne mejor”, a que corrija este punto y este otro, a que lime sus esquemas ecológicos y anticapitalistas delirantes. No ganaremos nada pidiéndole a la junta que respete la Constitución. La junta no sabe qué es eso. No lograremos recuperar la dignidad y la libertad de Colombia si no abandonamos las ilusiones, sobre todo aquella de que el triunfo nos espera en el próximo ritual electoral en 2026.

El sistema electoral clásico del voto-papel ha sido depuesto en América Latina y las dictaduras actuales, con ayudas extranjeras bien camufladas, triunfan gracias al fraude e impiden la regeneración del acto de elegir. Los candidatos del orden y de las libertades no tienen la posibilidad de ganar: antes de la elección los resultados son insertados en un logaritmo insondable del sistema podrido. ¿No se preguntan por qué Petro está, en esos momentos, recortando los presupuestos de la Justicia y del sistema electoral?

¿Cómo romper esa dinámica infernal? Destituyendo a Petro y a la junta. No mediante un golpe violento sino activando los mecanismos que prevé la Constitución para salvar la democracia. Pues la Constitución no es indiferente ante usurpadores de esa clase. El artículo 2 de la Constitución designa los fines esenciales del Estado y la misión de las autoridades, y el 188 fija la conducta que debe tener el presidente de la República. Gustavo Petro violó todo lo que allí dice la Carta. El desmantelamiento del país que hace Petro no es otra cosa que un abandono del cargo, una falta absoluta del jefe de Estado que la Constitución sanciona con el artículo 194. La indignidad por mala conducta, por hechos u omisiones, es tratada por los artículos 174, 175 y 178 de la CN.

Algunos juristas tratan de batallar contra la junta armados con el artículo 109 de la constitución. No es la única vía. Petro, repito, ha violado toda la Constitución, no solo los topes de la financiación de su campaña electoral de 2022. Él debe ser depuesto legalmente por indignidad, por la cantidad de delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones.

Seríamos ingenuos si creemos que la lucha contra la junta será victoriosa solo mediante un enfrentamiento jurídico. La lucha será política o no será una lucha. Todos los recursos posibles dentro de un Estado de derecho deben ser utilizados, combinados, los judiciales y los de hecho: plantones, ocupación de plazas y calles, manifestaciones masivas y, sobre todo, la huelga parcial, la huelga general, la desobediencia civil, la liberación de información, la denuncia de hechos, a nivel nacional e internacional, en varios idiomas, en todo tipo de soportes. La solidaridad activa de partidos y gobiernos que encaran desafíos similares a los nuestros es indispensable.

Gustavo Petro rompió las relaciones diplomáticas y comerciales de Colombia con Israel --no sólo gran aliado en temas militares, sino la única democracia en Medio Oriente--, y se niega a reconocer la masacre islamista contra Israel del 7 de octubre y se alinea con Hamas para vergüenza de Colombia. Él pone a Colombia, contra el querer de todos, en la órbita de Cuba y Venezuela y otras dictaduras abominables. Él ordena revisar la historia de Colombia, romantizar el narcoterrorismo, y hasta pervertir la geografía (quiere crear un nuevo departamento para arrancarle el puerto de Buenaventura al Valle del Cauca y dedicarlo a tráficos bajo control de sus amigos y de no se sabe qué país asiático).

Petro es un enemigo de la prensa. Difama a los periodistas sin escrúpulo alguno. Las dos más recientes muestras: “Atajen a Vicky Dávila [directora de la revista Semana] o lo lamentarán”, gesticuló hace poco. Semana es la publicación que ha sacado a la luz los más graves casos de corrupción de la junta. Este 30 de agosto Petro reincidió: dijo que las mujeres periodistas son “las muñecas de la mafia”. Sus obsesiones sexistas y misóginas son invitaciones a que algún desequilibrado pase al acto.

Cuando se queda sin excusas toma la varita de la auto victimización. Habla de la “persecución” (¡!) que han sufrido él y su familia. Diserta sobre el “desafío constante que representa [para él] ser un pensador rebelde”. ¿“Pensador”? ¿Pensador una persona que no reflexiona ni escucha y hace ejecutar sus órdenes?

Petro porta en sí un rencor acumulado desde 1928 hasta hoy contra Colombia. Como no ganaron la guerra frontal contra la democracia y ahora ven cómo resisten parcelas heroicas de las instituciones, de la intelectualidad, de los partidos, de las iglesias y, sobre todo, de la prensa y de los medios, ese sentimiento de las Farc y las otras tropas comunistas dirige su brazo.

Petro destruyó la legitimidad que le daba el hecho de haber sido elegido. Cuando el país supo cómo compró la elección presidencial, con pactos con mafias y   organizaciones que tienen sangre en las manos --las llamadas “disidencias”, las anti disidencias, las contra disidencias, las “guardias campesinas” y las “primeras líneas”--, él perdió la legitimidad del sufragio universal. Cuando vimos que compra lo votos de ciertos parlamentarios para imponer sus falsas reformas, cuando vemos el mal sistemático que le hace a la economía de Colombia, y que el actual orden público y la seguridad de las poblaciones, de las empresas y de los territorios es el resultado de esas trapisondas, la llamada legitimidad de ese funcionario salta por los aires.

Al mal, en su sentido ontológico y no imaginario, el real, palpable, visible --que se enquistó por nuestra indolencia y descuido, y que recorre los pasillos, día y noche, de la Casa de Nariño--, hay que enfrentarlo entre todos, masivamente y de manera determinada y heroica. Ese mal destruye también a sus propios amigos, cómplices y aliados, y traiciona a sus servidores de un día, pues no tiene otra vía para perpetuarse. A los dictadores no les gustan los testigos de sus crímenes. Ese poder es vulnerable y vencible.

Colombia es hoy una sociedad sin movilidad social y en retroceso. Ese fenómeno afectará a todos. Incluso a los servidores de la junta. Que no crean los que hoy colaboran con ésta que no sufrirán las consecuencias de lo que hacen contra su país. Sus hijos no serán cubiertos de privilegios ni de opulencia. En las dictaduras del socialismo del siglo XX los furúnculos de lo mal habido son para muy pocos. No se ilusionen, por ejemplo, los miembros del CNE ni los de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes que frenan, por miedo o por ideología, los 114 procesos registrados contra Petro en esas instancias. Hoy esos altos heliotropos pasan un buen momento, pero mañana serán echados a la calle. Los dictadores detestan a los detentores de informaciones claves. Pasen pues, y rápido, altos heliotropos al bando de la decencia y del patriotismo. Ayuden a salvar a Colombia.

En su famoso opúsculo de 1548, intitulado Discurso de la servitud voluntaria, Etienne de La Boétie advirtió que una cosa es ser libre y otra desear la libertad. Dijo que no basta la voluntad para recuperar aquel bien y que perdida la libertad “las gentes honorables deben estimar la vida desagradable y la muerte saludable”. De La Boétie observa: “Es el pueblo quien se esclaviza, quien se corta el cuello, quien, pudiendo escoger entre ser un siervo o ser libre, abandona su libertad y toma el yugo y, pudiendo vivir bajo leyes buenas y bajo la protección de los Estados, prefiere vivir bajo la iniquidad, la opresión y la injusticia para goce del tirano.” (*)

La descripción que hace del tirano (De La Boétie tenía posiblemente 18 años cuando escribió su libelo), puede ser de actualidad asombrosa para nosotros. Por eso deberíamos atender esas voces que vienen del fondo de la historia para orientarnos de alguna manera en estas horas inciertas: “De manera parecida, los tiranos entre más saquean y exigen, más arruinan y destruyen. Entre más los aceptamos y les servimos, más se fortalecen y devienen siempre más fuertes y más dispuestos a aplastar y destruir todo. Pero si no los aceptamos, si no les obedecemos, sin combatir, sin golpear, ellos quedan al desnudo y deshechos y no son más nada, y se secan y mueren como la raíz que no recibe agua y alimento”.

(*).- Traducción libre de E. Mackenzie. Tomado de Discours de la servitude volontaire, La Boétie, Le Monde-Flammarion, Paris, 2010, página 182 y 183.).

Publicado en Columnistas Nacionales

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