“No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece más como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y solo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles”.
El retorno del pasado tiene sus leyes, según Austerlitz, el curioso personaje que ocupa todas y cada una de las páginas de esta obra de Sebald, que escapan a nuestra comprensión. Aquellos, entre los que me cuento, que le dan vueltas y vueltas al pasado sufrimos debido a esa incapacidad de acceder al pasado, incapaces de comprender las leyes que rigen ese acceso. En un intento por penetrarlo, Austerlitz llega al extremo de negar al tiempo remplazándolo por unos espacios en los que se trasladan vivos y muertos y en los que somos los vivos los irreales y que solo somos percibidos por los muertos en ciertas condiciones ambientales. Nunca se me había pasado por la cabeza que seamos invisibles a los muertos cuando lo que tenemos la ilusión de que son ellos los que se hacen visibles a través de médiums, de alucinaciones o en el mundo de los sueños.
Aunque pretenda con lo anterior explicar lo dicho por Sebald, sé que lo misterioso de esa cita me seguirá siendo motivo de inquietud y que el subrayado de línea torpe realizado con un resaltador amarillo se mantendrá ahí imborrable como la impresión que me causó leerlo en el pasado. De esos espacios que se sobreponen tenemos conocimiento cuando en las noches intentamos dormir y llegan los pensamientos, algunos deseados y bienvenidos pero otros desagradables y machacadores, que se van colocando unos encima de los otros generándonos un malestar que nos impide conciliar el anhelado sueño. A eso se suma el malestar físico, el dolor de las articulaciones, la incomodidad de la postura y una ansiedad creciente fruto del enlazamiento de lo físico con lo mental.
Sería más soportable si lo vivido en noches de insomnio no repercutiera en la vida diurna, pero, por desgracia, no es así como se dan las cosas. No pretendo generalizar, ni mucho menos, como tampoco me considero excepcional en mis experiencias nocturnas que no han sido de toda la vida sino especialmente de los últimos tiempos en los que ciertas circunstancias han hecho menos soportables las horas nocturnas. Diciendo esto comprendo lo de los espacios que se imbrican mencionados por Sebald, pero no los del mundo de los muertos y de los vivos, sino los de la noche generados mentalmente tendidos en la cama y los del día cuando estamos la mayor parte del tiempo erguidos. Son dos puntos de vista que generan visiones espaciales diferentes casi comparables a los del mundo de los muertos y de los vivos.
Se me ha vuelto un mal hábito darle vueltas al pasado. A lo vivido en el presente se sobreponen imágenes nítidas que la memoria, frágil en apariencia, se empeña en traer al presente distorsionando la percepción del ahora. Digo distorsionando, a pesar de que también le añaden contenido a la experiencia, porque restringen esa maravillosa capacidad de asombro directo y emocional por uno que es mental que, aunque pleno de contenidos, termina por imponer sus leyes.
A esa terquedad mía, que no es plenamente voluntaria, de rehacer ilusoriamente lo vivido, me respondió mi hija con la siguiente cita de Sri Ravi Shankar:
“Tratar de corregir acontecimientos, personas y situaciones es tan bueno como tratar de reordenar las nubes del cielo”.
KienyKe