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Inauguración de las olimpiadas de París: entre la admiración y la indignación

 Eduardo Mackenzie                                       

¿Por qué un espectáculo que pretendía asombrar al mundo y saludar dignamente a los atletas de los 206 países participantes en los juegos olímpicos de París 2024, terminó manchado de obscenidad, iniquidad anticristiana y apología de la guillotina?

¿Por qué un impecable y fraternal desfile náutico de las delegaciones deportivas, con Lady Gaga cantando Montruc en plumes, un número culto de la edad de oro del music hall francés, desde una ribera del Sena, y Céline Dion entonando la más sublime canción de amor de Edith Piaf, y unos masivos juegos pirotécnicos con los colores de Francia y unas luces láser que parecían iluminar al universo entero desde la Torre Eiffel, que muchos calificaron de “grandioso”, no llegó a todos los hogares del mundo?

¿Por qué las televisiones de Estados Unidos, Australia, Marruecos y China, entre otros países, vetaron ciertas escenas de la tan esperada ceremonia del 26 de julio, la primera en la historia de los Juegos Olímpicos fuera de un estadio?

Difícil es responder a esa pregunta en pocas líneas. En todo caso, el acontecimiento universalista que debía exaltar los valores que Pierre de Coubertin había restaurado en 1896 al lanzar, en Atenas, los modernos juegos olímpicos, desembocó en mensajes inesperados, abyectos, propios de activistas que tuvieron carta blanca para servir sus supercherías marginales y alabar los horrores de la revolución francesa.

Cuando decidieron ultrajar a la reina María Antonieta, decapitada a los 38 años, el 16 de octubre de 1793, durante el periodo del Terror, los escenaristas indicaron que la pena de muerte es una atrocidad que puede ser aplaudida.

Ese cuadro, ejecutado ante los seis monarcas invitados a la ceremonia, fue en verdad un espectáculo triste, de crueldad y misoginia insoportables, pero organizado con fruición: mientras un coro destemplado gritaba el espeluznante “Ça ira”, un roquero entonaba un canto infernal en una obscura azotea. Enseguida, una serie de muñecas ensangrentadas, con la cabeza en sus manos, poblaron las ventanas del edificio donde la Reina, 231 años atrás, había sido encarcelada con sus hijos, antes de ser llevada al cadalso. Tal fue el elogio subliminal al talante homicida de Robespierre que infecta aún hoy las mentes de ciertos caciques de la extrema izquierda.

No podía faltar la prueba del habitual y cobarde odio anticristiano de las élites globalistas. Plagiando el cuadro místico de la Última Cena, como la vio Leonardo da Vinci, una bufona drag-queen, Barbara Butch, con rayos en la cabeza presidió una parodia enfermiza. Rodeada de danzantes semidesnudos ella dirige un grotesco desfile de modas –una burla en realidad al genio de los creadores franceses-, en donde un simulado Dionisos ventrudo y pintado de azul y desnudo, con un pene envuelto como una momia diminuta, entona la canción “Nu” al lado de una niña de 12 años. ¿Qué llamado había en eso? ¿A la violación de la inocencia? ¿A la pedofilia?   

El obispado francés y monseñor Carlos María Vigano denunciaron esos “sacrilegios y escándalos” de la inauguración. Vigano insistió: “Debemos exigir que los responsables de esta intolerable intimidación rindan cuentas por sus acciones, así como por la corrupción que también acompaña a este evento”. Estimó que el escenógrafo responsable de ese “espectáculo blasfemo y vulgar” debe “reembolsar los derechos que Macroniades hizo pagar a los contribuyentes franceses.”

Si bien la blasfemia no es un delito en Francia, el mundo cristiano sí vio en eso una blasfemia y “un acto de terrorismo espiritual”. Ese cuadro desató precisamente las más fuertes críticas durante días, en Francia y otros países, y destapó, al mismo tiempo, la cobardía de Thomas Jolly, el autor del guión. El tipo se abstuvo de escarnecer otras religiones presentes en Francia, como la musulmana, pues sabe que el menor desliz al respecto se paga con la muerte. En cambio, agredir a los católicos no conlleva peligros y hasta puede ayudar a escalar posiciones.

Thomas Jolly trató de defenderse. Acudió al refrito de acusar a “la derecha” de ser “injusta”. Dijo que él quiso hacer “una gran fiesta pagana” y no “chocar” ni “burlarse” del mundo católico pues su vocación, dijo, es ser “modernista” e “inclusivo”. La gente no creyó tales babosadas. Un sondeo de opinión demostró que el 72% de los encuestados se sintió ultrajado por la caricatura de la Última Cena.

Otro sketch le hizo eco al nuevo vandalismo cultural de tipo wokista: alguien quiebra la vitrina del Louvre que protege a la Gioconda. Más tarde la celebrísima pintura reaparece, pero flotando en la noche como un cuerpo muerto en las aguas del Sena. La apología del vandalismo cultural es directa. El amor por la fealdad que la izquierda adora marcó una vez más los espíritus. Alguien resumió en una frase el discurso subyacente de esos genios limitados: “Queremos presentar a Francia no como es sino como queremos que sea”.

El mundo oficial y presidencial pronunció los elogios más ultraístas: la frase de Bruno Le Maire, ministro de Economía, pasará a la historia: “¡Fue la ceremonia más bella de la historia para la competición deportiva más bella del mundo en el país más bello del mundo!”. No sabemos que dijeron post festum los miembros de la orquesta de la Guardia Republicana llevados a tocar y bailar, sobre el Puente de las Artes, bajo la dirección de la franco-maliana Aya Nakamura, quien --a diferencia de Lady Gaga y Céline Dion que tuvieron la dignidad de interpretar dos temas franceses, y no sus producciones personales--, se dio gratuitamente un baño de popularidad mundial haciendo el show con una mezcla, en un lenguaje de calle, de sus temas con un remix de Charles Aznavour.

Así va la Francia y sus regocijos de verano.

 

Publicado en Columnistas Nacionales

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