Esa es una operación delictiva a gran escala que incluyó una adición presupuestal solicitada mediante un crédito público, por minhacienda al congreso para la UNGRAD por $700.000.000.000 y aprobada a las carreras en una connivencia que espanta.
En medio de tanto estiércol, además, aparece una afirmación nueva de Olmedo López, reproducida en la Revista Semana de ayer, según la cual, parte de esos contratos eran para el ELN. Si eso es cierto, y hasta ahora lo dicho por él se ha ido verificando, no sólo se compraba parlamentarios, sino que se financiaba, por debajo de la mesa y de manera fraudulenta a un grupo armado. Gravísimo. Eso explicaría todo ese tire y afloje sobre el secuestro, según el cual dicha organización afirmó que sólo dejaría de cometer esa acción criminal condenada por el DIH, que el gobierno debe respetar, si este le ofrecía financiación. Es una entrega de un gran peso simbólico a ese grupo y un crimen doblemente abominable porque se trata de una organización que reta la soberanía interna que los colombianos hemos depositado en el estado colombiano, y, como si fuera poco, Petro lo ha hecho a espaldas de la ciudadanía y sin que hubiese un acuerdo firmado.
Pero quizá lo más importante que deje este escándalo es que es imposible que Petro no supiera lo que ocurría, dada la calidad de funcionarios extremadamente cercanos de los miembros del cónclave y el lugar donde se reunieron para darle instrucciones a López y Pinilla. El presidente quiere lavarse las manos diciendo que asume -de dientes para afuera, de paso y como quien no quiere la cosa- su responsabilidad política. En su discurso de instalación del congreso pidió perdón a los colombianos y al congreso porque nombró a Olmedo, que reconoce, venía, de la izquierda, pero ha negado que él o sus funcionarios cercanos, los dos ministros y el director de la ANI, estuviesen involucrados. Y eso, según lo que publica Semana en la edición de ayer, es falso. Lo que allí se muestra es que sí lo estuvieron.
El peso de este escándalo es monumental. Cualquier legitimidad de desempeño que pudiese conservar este gobierno, luego de los escándalos anteriores (su hermano, su hijo, Benedetti, Sarabia, las chuzadas a las Cortes, los medios de comunicación y la oposición, etc.), se diluye cuando sale a la luz semejante trama de corrupción. El presidente y sus funcionarios han sobrepasado no sólo políticamente, sino también moralmente, desde la ética pública, cualquier límite de decencia.
El país entiende que es una manera de gobernar que expresa una forma de vida. Para Petro y sus amigos, todo está permitido con tal de lograr sus particulares propósitos. No hay nada, por ignominioso que sea, que no estén dispuestos a usar para someter a los colombianos. Una condición para un gobierno decente es que sea capaz de generar confianza entre los ciudadanos, quienes deben tener la certeza de que el gobernante quiere hacer las cosas bien y que, si se equivoca, rectificará. Con Petro eso es imposible. La corrupción es omnipresente. Siempre hay un doble juego; siempre, un asunto oculto, siempre una mentira y negación de la evidencia; siempre, el saqueo de los recursos públicos; siempre con la mentira y la negación de la realidad.
Por eso, el país nacional tiene la obligación de pedirle a Petro la renuncia y demandar que se vaya. Tiene el deber, además, de exigir al congreso que investigue al presidente y que se depure de los parlamentarios delincuentes, y sancionar, negándoles el voto a los que resulten culpables y a los partidos que permitieron semejante exabrupto; los colombianos tienen que exigirle a la Fiscalía que demuestre que es independiente y eficaz e investigue pronta e imparcialmente a los implicados que son de su competencia; y a la Corte Suprema que acelere la investigación ya iniciada contra a los aforados de esa institución legislativa, y, al presidente, según las leyes estipuladas para estos casos.
Post scriptum
El discurso de la instalación del congreso pronunciado ayer por el presidente Petro es una prueba de mis afirmaciones. Además de la impúdica -por falsa- petición de disculpas por el caso de Olmedo-, su discurso es un monumento a la mentira, la inexactitud y el engaño.
En efecto, dijo que el país había mejorado, que la pobreza había disminuido; que se necesitaba aplicar la Declaración Unilateral de Estado, es decir, el acuerdo de Paz con las Farc, ojalá por seis o siete años -o sea, la reelección planteada de contrabando, aunque se burló de esa idea- para hacer la reforma agraria pues, según él, las actuales leyes no permiten hacerla, pero también para realizar otros cambios. Que los grupos armados eran narcotraficantes, mineros ilegales y tratantes de personas, a los que sólo les interesa el dominio territorial para seguir en el negocio, pero, por supuesto, no dijo que no iba suspender las negociaciones con ellos, y, por el contrario, les permite toda clase de felonías en el Cauca, Antioquia y otras regiones del país y que la inseguridad en las ciudades es incontenible. Que la salud había mejorado, que el fast track era un trámite rápido, pero no dijo cómo, y que llamaba a un acuerdo nacional sobre sus propuestas, en el congreso, pero también entre los colombianos, pero dejó abierta la manera de cómo hacer esto último, aunque cualquiera entiende que se trata de una constituyente.
¿Quién puede creer semejante discurso?