Es indispensable hacer algunas precisiones. La primera, que el derecho internacional público (DIP) es estricto en relación con quienes son sus sujetos y, por tanto, tienen derechos y deberes internacionales para su cumplimiento. Solo los estados soberanos y la Iglesia Católica (por razones históricas que no son del caso), son sujetos plenos del DIP. Los demás sujetos, como los organismos internacionales, incluyendo la misma Naciones Unidas, tienen una subjetividad restringida y solo pueden hacer aquello a lo que están estrictamente facultados en los tratados que les dieron vida. Pues bien, los grupos alzados en armas no son sujetos del DIP sino única y exclusivamente para el cumplimiento de las obligaciones que establece el derecho internacional humanitario (DIH) de los conflictos armados no internacionales, es decir el artículo 3 común a los Cuatro Convenios de Ginebra y, si se dan sus circunstancias de aplicación, el Protocolo II adicional a los Cuatro Convenios. Nada más.
La segunda, los alzados en armas no pueden celebrar tratados internacionales porque su subjetividad se restringe al cumplimiento del DIH, como he señalado, excepto que se les otorgue la calidad de grupo beligerante, una figura poco usada en el derecho contemporáneo. En América tiene por último antecedente el otorgamiento de ese estatuto por parte de Colombia y Venezuela al Frente Sandinista pocos días antes de que se tomara el poder en Nicaragua en 1979. Ningún grupo alzado en armas en Colombia ha tenido ni tiene esa característica. Que en un acuerdo con alzados en armas se usen formas rimbombantes como "altas partes contratantes” no significa nada a la luz del DIP y ciertamente usar ese lenguaje no es una manera de otorgar estatuto de beligerancia.
Así que, tercero, los acuerdos que se celebren entre un gobierno y un grupo alzado en armas en un proceso de diálogo que busca la terminación de un conflicto con ese grupo y el que define la finalización del mismo no son tratados internacionales y no generan obligaciones internacionales para quienes los suscriben. Eso no cambia porque el gobierno que suscriba esos acuerdos decida enviarlos a la ONU, como hizo Santos con el de las Farc.
Cuarto, los acuerdos especiales de los que trata el art. 3 común solo tienen como objetivo ampliar la protección que ofrece el DIH en los conflictos armados no internacionales. No pueden regular o extenderse a otras materias. Por cierto, los acuerdos de terminación de un conflicto no son acuerdos especiales precisamente porque su propósito es el de terminarlos, no el de regularlos ampliando la protección humanitaria mientras que tienen lugar. Por si alguien tiene dudas, aclaro que la celebración un acuerdo especial no otorga calidad de beligerante al grupo alzado en armas que lo suscribe ni genera derechos u obligaciones distintos a los de naturaleza estrictamente humanitaria a los que se refieren.
Lo que Santos llamó “declaración unilateral” en la carta de marzo de 2017 al Secretario General de Naciones Unidas, quinto, no es sino el envió del texto del pacto firmado con las Farc y no supone que el Estado colombiano haya asumido obligaciones internacionales de ninguna clase. Por cierto, nada hay en el texto de esa carta que permita inferir otra cosa.
Ahora, sexto, desde la perspectiva del derecho interno, el pacto de Santos con las Farc no es por sí mismo una norma jurídica o un acuerdo de voluntades que genere obligaciones jurídicas. Solo tiene una naturaleza política. Así lo ha confirmado la Corte Constitucional en al menos tres sentencias distintas: “los acuerdos que se celebran en desarrollo de un proceso de paz son de naturaleza política […] no son normas jurídicas autoejecutables y, por tanto, el carácter normativo de los acuerdos de paz solo puede darse una vez se surta un procedimiento en democracia que permita dotarlos de esa característica”. Es decir, lo único de su contenido que se ha vuelto jurídicamente obligatorio ha sido aquello que fue convertido en derecho a través de un acto legislativo o de una ley en el Congreso y sometido al respectivo control constitucional. Darle carácter jurídicamente obligatorio por sí mismo a un pacto con un grupo alzado en armas supondría que el gobierno y los violentos que lo firmasen tendrían la posibilidad de definir el texto de una nueva constitución o una ley sin necesidad de nada distinto a pactar entre ellos. Semejante absurdo repugna a la democracia y propio de una dictadura.
Finalmente, en el pacto de Santos con las Farc no hay ni una sola referencia a una asamblea constituyente. Tampoco la hay en la carta de envío a Naciones Unidas. Las menciones que hace ese pacto a un acuerdo político nacional no son sino eso, declaraciones de intención. De hecho, no sobra recordarlo, ese pacto no tuvo jamás apoyo nacional, ni siquiera mayoritario, como lo prueba el triunfo del NO en el plebiscito del 02 de octubre de 2016. Suponer que una alusión a un acuerdo nacional posibilita saltarse la Constitución del 91 para convocar a una constituyente no es sino un exabrupto, una burla dirigida a distraer el rechazo a la sistemática operación de saqueo del presupuesto nacional por parte del gobierno para sobornar congresistas o, peor, a engañar a la ciudadanía para justificar un golpe de estado.