Desde hace tiempo sabemos de los efectos que se producen cuando el estómago está reclamando comida, y por eso la sabiduría popular estableció que: “A barriga llena, corazón contento”. Así sean unos pocos minutos de diferencia, uno no es el mismo antes y después de almorzar, incluso si de castigo le tocó comerse un tamal. Supongo que quienes se molestaron hace unas semanas por no hablar bien del tamal, contraatacarán nuevamente.
No recuerdo que me hayan enseñado que el corazón y el estómago estaban conectados, aunque uno llegara a terminar amando algún tipo de comida, como el chicharrón, y odiando a otro, como el tamal. El corazón siempre estaba en el dibujo del sistema circulatorio y el estómago en el del digestivo. Pero menos aún que el estómago tenía vínculos poderosos con el cerebro.
Ahora resultó que existe un tal “Sistema Nervioso Entérico” SNE, compuesto por unos 500 millones de neuronas que se alojan en unos 9 metros del trayecto que va del esófago al ano, y a pesar de estar en un punto no muy glamoroso, ese “cerebro auxiliar” piensa y actúa, incluso con independencia. Es el que nos empuja a vomitar cuando ingerimos algo que el estómago declara como indeseable, y también a comer frenéticamente galletas, papas fritas, chocolates y todas esas cosas deliciosas, ahora supuestamente dañinas y llenas de esos malditos sellos negros que le están poniendo a los empaques de comida, cuando pasamos por situaciones desagradables o que generan temor, estrés o tristeza, como cuando habla el alucinado presidente que tenemos. Todos esos alimentos supuestamente “dañinos”, incluso hasta para la billetera por los impuestos que le están poniendo a lo dulce, son fuentes para la producción de serotonina, la hormona de la felicidad, que se aloja solo el 5% en el cerebro, porque el 95 restante vive en el estómago. Siendo así las cosas, las tarjetas de amor y amistad o San Valentín deberían estar ilustradas con estómagos y no corazones, aunque el intestino no sea muy fotogénico que digamos.
Pero las sorpresas que nos tiene el estómago no paran. Un estudio reciente de Daniela M. Pfabigan y sus colegas de la Universidad de Oslo concluye que las caricias suaves llegan a ser menos placenteras cuando la persona tiene hambre. No al grado de molestia, pero no son tan agradables como cuando, como diría Abraham Maslow en su pirámide de necesidades humanas, las fisiológicas, como comer, están satisfechas. Para Maslow nadie alcanza niveles superiores de logro, como la autorrealización, la moralidad, la falta de prejuicios, creatividad, espontaneidad, y todas esas características de los “seres de luz”, cuando tienes el buche vacío. La “hormona del hambre”, la grelina, reduce los niveles de placer, incluso de las caricias, que según el estudio, las mejores son las que tienen una velocidad de desplazamiento de 3cm/segundo.
Ahí les queda el dato de las caricias. Después no digan que no escribo cosas útiles. Pero sobre todo, no aguanten hambre, incluso si toca comer tamal.
https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 23 de octubre de 2023.