“Pido al señor presidente, a la Cámara y al público, que me excusen si al comenzar este primer discurso mi labio balbucea bajo el influjo de una emoción que me es imposible reprimir, y si, por eso mismo, el giro de las ideas se oscurece y embrolla.
Verdaderamente, señor presidente, no es gratuito el odio implacable que los hombres nuevos le tenemos a la Regeneración. Ella ha impedido en nosotros el funcionamiento de toda facultad y ha matado en germen toda aptitud; no han pulsado su lira los poetas porque el ambiente de la tiranía no es propicio para repercutir las notas de una libre inspiración; quien pudo ser periodista se ha visto una y otra vez con la pluma rota en la mano, y sujeto a lo que un diario palaciego llamó no hace mucho “la argolla del silencio”, y al que pudo formarse orador se le ha quitado toda ocasión de ejercitarse en uso de la palabra, por la supresión del parlamentarismo genuino y del derecho de reunión.
De aquí que no sea extraño que al ponerme en pie me sobrecoja una invencible sensación de temor, proveniente de lo solemne de la ocasión y de mi absoluta carencia del hábito de producirme ante auditorios numerosos. De aquí también que a mis arengas en este recinto vaya a faltar, como les faltará, sin duda, todo arte, siendo esta la primera vez que concurro a un cuerpo colegiado. Montañés, agricultor, me declaro de antemano incapaz de hacer frases y de disfrazar mi pensamiento con las gafas de la retórica y con rodeos del disimulo. Como aquel campesino del Danubio que ante el Senado de Roma denunció con lengua ruda las depredaciones de los pretores y procónsules, no será culpa mía si la verdad —de suyo desagradable y amarga para gentes predispuestas a no oírla, porque contra ellas va— resulta aún más repulsiva por la desnudez con que no podrá menos de presentarla quien no ha aprendido a hacerlo de otro modo.
Deseo que esta explicación anticipada me concilie la tolerancia de la Cámara, no dudo estará, por otra parte, inclinada a ello, en vista de mi calidad de represéntate único de la oposición liberal, pues parece de elemental justicia distributiva que quienes tienen prepotencia del voto, en razón de sesenta contra uno, otorguen a ese como por vía de compensación, alguna mayor amplitud en la libertad de su lenguaje.
Para defender la proposición que he presentado es innecesario —aunque no sería improcedente— hacer la historia de las elecciones pasadas. Fresco está su ingrato recuerdo en la memoria de todos, y a mí me bastará resumir este triste episodio de la vida nacional, o más bien nacionalista, en una sola frase: ¡Atropello mayor ni más desvergonzado del sufragio jamás lo había presenciado este país!
Desde la promesa oficial con que se atrajo al pueblo a los comicios, hasta sentencias de los jueces de escrutinio; desde la formación de las listas de sufragantes hasta la recepción de los votos, y desde la computación de estos hasta la redacción de las actas y la expedición de credenciales, todo fue fraude y falsía, entreverado de amenazas y complementado con violencias. Si no fuera porque algún quisquilloso podría acusarme de faltar al respeto a la Cámara, diría que bien pocos somos aquí aquellos cuyos nombres hayan surgido realmente de la urna, como expresión verdadera y auténtica del querer popular, y que bien pocos somos, por tanto, los que podemos reivindicar con orgullo el título de representantes legítimos del pueblo colombiano. Diría a este que su elección proviene de orden directa, bajada de las alturas del poder, y que su mandato es apenas una forma de la imposición oficial; diría a ese que él no representa aquí sino a la señoría del gobernador que lo hizo escrutar, con el solo fin de tener en esta corte un gestor de sus intereses a costa del tesoro público; diría a otro que, como él no recibió más votos —multiplicados, eso sí, una docena de veces— que los del ejército, la policía y los oficinistas famélicos, no será comitente sino de los jefes que repartieron boletas a sus subordinados y los mandaron en formación a empapelar la urna, so pena de palos o de destitución; diría a aquel que su credencial la debe a un hábil tour de main, convertida el arca santa en chirimbolo de prestidigitador; diría al de acá: Honorable colega, usted sí merece su puesto, porque lo que es ganarlo, usted lo ha ganado con el sudor de su frente y el ejercicio de su columna dorsal, en el juego de la lisonja y de la intriga; diría al de allá y al de acullá que ellos son fruto de un cambalache entre potentados departamentales, para sortear ciertas disposiciones incómodas de la ley, acerca de personas no elegibles, y diría, en fin, a los más, si a todos no, una gran verdad, una verdad como un templo, una de esas verdades de a puño, y es que ellos no deben su curul sino a la exclusión sistemática de los partidos de oposición en el ejercicio del sufragio.
Pero prefiero solamente decir que si la representación ha de ser como la del país, sorprendente de exactitud, de modo que de cuanto en la nación existe, o se conserva con vida individual o colectiva, se halle aquí la imagen reducida; y si no solo individuos naturales, sino grupos o comunidades sociales deben tener defensores y voceros aquí, sea cual fuere el sistema electoral, creo tener razón para preguntar, en primer lugar, ¿quién puede asimilarse aquí a representante de los vastos intereses del comercio, porque los miembros de ese poderoso gremio se hayan empeñado en designarlo para ese fin? Si mañana los agentes del ejecutivo piden aquí la sanción de medidas perjudiciales a ese comercio, como alteración de las tarifas aduaneras, por ejemplo ¿habrá aquí quien se exponga a descontentar la voluntad del gobierno por defender los intereses mercantiles? ¿Quién puede decirse aquí vocero de la extensa y noble clase de los agricultores colombianos, porque un acuerdo de ellos haya contribuido a conferirle su mandato? Si mañana se pide aquí la supresión del derecho sobre exportación del café, o la regulación del impuesto territorial, y el ejecutivo hace saber que considera personalmente ofensivo que se le prive de aquella pingüe renta, o que se modere la otra, ¿se sobrepondrá alguien aquí a esa manifestación imperiosa para no tener en cuenta sino las necesidades de la agricultura? ¿Hay alguno aquí especialmente instruido de las angustias de la clase obrera —industriales, artesanos y jornaleros de las ciudades y los campos— y dispuesto a formular sus quejas o proclamar las reformas indispensables para mejorar su triste suerte? ¿Quién habla aquí imparcialmente y con conocimiento de causa por el capital o por el trabajo, por los intereses rurales o por la navegación, por las universidades y la instrucción pública, por la minería o por las vías de comunicación, por asociaciones de intereses económicos, ni siquiera por la Iglesia? En suma, ¿es esta representación espejo fiel en que el pueblo colombiano se haya complacido en reproducirse tal como él es?
Acompañadme a confesar que pocos somos los que en estos bancos nos sentamos que no representemos meramente los proyectos ambiciosos de los mandatarios, las aspiraciones egoístas de la burocracia o los intereses bastardos de la política de opresión y explotación; acompañadme a reconocer que aquí no se contempla sino el más absoluto olvido y desamparo de los más vitales intereses del pueblo colombiano y acompañadme a declarar, en fin, con franqueza, que aquí no se columbra, en definitiva y salvo honrosas excepciones, tras el sofisma del mandato popular, sino a los agentes incondicionales y sumisos de un amo.
No atribuyáis mis palabras a propósito deliberado de ofender. Lo que sucede no es sino resultado del espíritu del tiempo, y pocos son los que en ello les cabe responsabilidad personal. Solo los que estamos fuera de la viciada atmósfera en que se mueven los elementos oficiales, podemos distinguir lo que se oculta a quienes de continuo la respiran y a quienes la densidad de ella acorta la vista. Mas como la mentira prolongada produce el efecto de hacer creer en ella a sus mismos inventores, no quiero dar a mis observaciones más alcance que el de advertir a la mayor parte de mis honorables colegas que, al mandar escribir sus biografías, no se hagan llamar “Representantes del pueblo en 1896”, sino solamente lo que son, lo que han querido ser, lo que están y seguirán siendo: “Delegados del Ejecutivo”.
Si la representación es imagen reducida de la patria, de que los partidos de oposición forman la gran mayoría, o por lo menos la mitad, y si esta Cámara aspira a llamarse legítima, pregunto, en segundo lugar: ¿no es patente que en estos bancos deberían estar siquiera promediados los secuaces del gobierno y los defensores de la oposición? Y, sin embargo, vuelvo los ojos en busca de los que debieran ser compañeros, y me hallo solo y azorado, en medio de adversarios y teniendo perspectiva la lucha imposible, en votos y en discursos, de uno contra sesenta. Ante ese hecho brutal ¿quién podrá llamar correcta la lucha electoral pasada, ni cómo esta Cámara, resultado de ella, puede aspirar al título de legítima?
Pero lo que más le arrebata ese carácter es la presencia en su seno de evidentemente espurios usurpadores de puestos que en modo alguno les corresponden. Por eso vengo a ver si la Cámara quiere no acabar de desvirtuarse sancionando la obra del fraude audaz y cínico; vengo a ver si quiere no hacer por completo írritos, nulos y sin alcance legal sus actos, admitiendo en su recinto a particulares que se presentan en él con menos títulos que el primer transeúnte de la calle a quien se le antojase entrar, tomar asiento entre nosotros y deliberar; vengo a saber si en el espíritu de la Cámara hay disposición a ejercitar la justicia, comenzando por devolver al partido liberal los puestos que ganó en ruda lid, a despecho de todas las estratagemas y obstáculos; vengo a ver si sois capaces de una súbita iluminación de conciencia que os haga rechazar la responsabilidad en un fraude, no sólo odioso sino por cuanto siendo vosotros cincuenta y tres, os aumenta a cincuenta y siete, y siendo apenas seis los del partido liberal, todavía extremáis fríamente su proscripción echando el sello de vuestra aprobación al fraude infame que le arrebata cuatro puestos; vengo a medir vuestra prudencia y previsión del porvenir, solicitando de vosotros una medida que dé al liberalismo alguna confianza en la reivindicación pacífica de su derecho y le quite una parte siquiera de la razón con que hoy piensa que no se le convocó a las urnas sino con el propósito expreso de escarnecerlo y burlarlo; y, vengo, en fin, a saber si sois capaces de haceros a sabiendas cómplices ante el país y ante la historia de un clamoroso atropello del sufragio, cuya aceptación no os dejaría ni sombra de autoridad moral ni resquicio de honra propia.
El Rincón de Dios
“La humanidad ha caído en una rara tendencia, en vez de crecer, ascender, subir, hay una rara obsesión por retroceder, por arrastrarse, por hundirse en el fango de tantas cosas que humillan la gloria de la humanidad, que nos hacen involucionar a un estado primitivo de irracionalidad y de desconcierto.” Diego Uribe Castrillón, presbítero