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Eduardo Mackenzie   

El ex presidente Álvaro Uribe, luego de su segunda reunión con Gustavo Petro, en el Palacio de Nariño, el 27 de septiembre pasado, ofreció a la prensa unas cortas explicaciones sobre el sentido de esa extraña actuación. Él y sus acompañantes, los congresistas Miguel Uribe y Oscar Darío Pérez, trataron de justificar ese insólito gesto apelando a un concepto: el “diálogo”. “El diálogo es para construir lo mejor para Colombia”, estimó Oscar Darío Pérez. Miguel Uribe insistió: “Para poder hacer una oposición democrática, efectiva, se requiere el diálogo”.  El ex mandatario afirmó por su parte que dialogar con Petro es indispensable para poder hacerle una “oposición constructiva”.

El concepto de “diálogo” está muy devaluado. Diálogo no quiere decir nada hoy para los colombianos. Hemos sido testigos de magníficos “diálogos” que resultaron en episodios horribles perpetrados por las narco-guerrillas comunistas y las bandas paramilitares o, peor, que contribuyeron a que la gente quedara paralizada en beneficio de sus peores verdugos.

¿Alguien olvidó los aparatosos diálogos del gobierno de Belisario Betancur, en España y en Colombia, en 1983, con los cabecillas del M-19?  ¡Que bellas frases! ¡Que comedimiento de los dialogantes! ¡Que promesas!  ¡Todos se creían iluminados por Dios, héroes preciosos que trabajaban por el bien de Colombia! Al final, esos diálogos dieron sus frutos: la contratación de gamines (niños desamparados, sin familia) por el M-19, en Cali, para lanzarlos como carne de cañón a combates en Riofrío, Génova y La Herrera y, más tarde, el asalto e incendio del Palacio de Justicia, en Bogotá, en 1985, desastre cuya onda sísmica sigue atormentando al país.

El diálogo en Colombia es un trámite que hay que tomar con pinzas. Propuesto por las organizaciones subversivas, el “dialogo” no es para ellas más que una técnica para debilitar y desorientar a los gobiernos y a la opinión pública. Por eso cuando los colombianos, tantos años después, oímos esa palabreja, que algunos tratan de escenarizar de nuevo, entramos en trance interrogativo y defensivo, lo que es preferible a caer en el beato angelismo y en un estado catatónico ante las peores desgracias.

El expresidente Uribe insiste en “dialogar” con Gustavo Petro, su viejo enemigo y un gran enemigo de Colombia. Y lo hace sin duda con las mejores intenciones. ¿Pero es ese el buen diagnóstico? ¿Quién lo autoriza a hacer eso? ¿No hace falta el aval de la dirección política del CD? ¿Esa instancia existe?

Si escuché bien, el tal “diálogo” con Gustavo Petro fue, más bien, un monólogo, pues nunca supimos qué fue lo que éste les dijo, a Uribe y a sus acompañantes, desde un sillón del Palacio de Nariño.

Uribe hizo la lista de los temas que él dice haber declamado ante Petro, y de lo que le pide a Petro. Pero no hay rastro alguno de la respuesta o de los comentarios de Gustavo Petro.

“Así no compartamos sus razones respetamos esa decisión [de Petro] de que lo social se resuelva de otra manera” [con una racha de impuestos confiscatorios y recortes en todas las áreas], dijo Álvaro Uribe a los periodistas. Si el diálogo cumple la función de decirle a Petro esas cosas el diálogo es un trámite servil y no una confrontación de ideas.

Gustavo Petro no es un hombre libre. Nada dice que él modificará su agenda gracias a sugerencias y ruegos del bando contrario. Detrás de Petro hay tres organizaciones internacionales, que unos llaman “Internacional Progresista”, “Foro de Sao Paulo”, “Grupo de Puebla”, aparatos de fachada que cumplen las órdenes de las dictaduras de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Moscú. Petro tiene compromisos con esa patética telaraña. Les debe mucho, les debe todo: su trayectoria, su permanencia en la escena política, su ascenso turbulento hasta la presidencia de la República de Colombia. ¿Escuchará ese hombre las sugerencias “constructivas” de Álvaro Uribe? ¿Es el capaz siquiera de evocar eso ante sus marionetistas?

Luego no hubo diálogo. Hubo un encuentro del que no salió nada, entre Gustavo Petro y el expresidente Uribe, quien obró en ese evento como el abogado de la tesis de que al nuevo régimen que se instala en Colombia hay que oponerle una “oposición constructiva”.

De lo que se trata hoy es de encontrar un arma legal de disuasión contra los planes de Petro. De poner en marcha un sistema de alianzas y de métodos de lucha que puedan entrabar y vencer a tiempo (no dentro de tres años) las medidas destructivas que Petro intenta poner en marcha. En esta época de globalización y post globalización, aparece un nuevo fenómeno político: las sociedades pueden ser más determinantes que los ejércitos o que los aparatos de gobierno. Las sociedades pueden crear una lógica de exclusión de la clique de gobierno.  La sociedad puede levantarse como un solo hombre para bloquear los dictados de la internacional que preconiza el decrecimiento más bárbaro para Colombia. El diálogo debe ser hecho no con Petro sino con las fuerzas vivas de la sociedad.

Lo que hace el expresidente, por quien siempre tuve el más grande respeto, equivale a ponerse de rodillas ante un hombre que debemos combatir con todas las fuerzas pues tiene propósitos políticos calamitosos para Colombia. El discurso de Petro en Nueva York no puede conducir sino a una dictadura. Sin hablar de sus obscuros antecedentes personales, penales y administrativos.

La reunión del 27 de septiembre no fue la primera entre Uribe y Petro después del 7 de agosto pasado. Uribe se reunió con él en otro encuentro para “dialogar”.  Dialogó y Petro demostró lo que valen esos “diálogos” con el expresidente: su discurso alucinado y pro tráfico de drogas ante la asamblea general de Naciones Unidas ocurrió después de una primera conversación con Uribe y muestra que si bien él acepta reunirse por unas horas con Uribe esos momentos de “diálogo” en nada modifican sus puntos de vista.

Luego esos diálogos son gestos inútiles, infecundos y hasta perjudiciales para el país.  Podrían ser útiles para los dialogantes, en lo personal, pero no para los destinos de Colombia.

Tal estrategia fue capitalizada de inmediato por la clique de gobierno. Poco después de la reunión, Alfonso Prada, ministro del Interior, lanzó la especie de que el partido opositor le había dado su apoyo al “grueso” de la “reforma” tributaria que exige Petro. “Es falso que nos comprometimos a aprobar la reforma tributaria” tuvo que correr a decir un vocero del CD. Esa peripecia muestra que la camarilla petrista toma esos encuentros con Uribe como un signo de debilidad y que es capaz de convertirlo en un instrumento para engañar a la opinión pública.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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