Pero nadie entiende nada. Rogarle a Petro que explique el alcance de esa expresión es incurrir en candidez. El no explicará nada. El juego consiste en ocultar el sentido real de ese asunto.
Nos equivocamos si examinamos sólo el aspecto exterior de esa fórmula. La “paz total” de Petro no es una síntesis filosófica. Nada tiene que ver con el humanismo de la “paz perpetua” de Kant ni con la paz de Hobbes. Es, en realidad, una metáfora, una pirueta ideológica en la que todo cabe.
No estamos ante una declaración leal. Estamos ante un ejemplo más de manipulación del lenguaje, tan útil en la guerra cultural.
Gramaticalmente, es una antifrase, donde la palabra central significa lo contrario de su significado habitual. Conclusión: la verdad de esa expresión hay que buscarla o en su literalidad aparente sino en el contexto político de donde surge.
La “paz total” no anuncia solo la amnistía para las llamadas “guerrillas”, las peores bandas criminales del país, ni el fin de la extradición de narcotraficantes, ni el colapso de las Fuerzas Armadas de Colombia. Esa frase va más allá y tiene que ver con el panorama continental.
La “paz total” mira aún más lejos. Hay una guerra híbrida mundial que tiene hoy como punto más álgido la guerra de agresión de Putin contra Ucrania y la injerencia política en las democracias avanzadas. La “paz total” de Petro se inscribe en ese escenario, menos lejano de Colombia de lo que creemos.
Si vemos la cosa a escala parroquial no entenderemos qué está ocurriendo en Colombia.
Sin haber sido una consigna de campaña, la “paz total” es sinónimo de desarme y antimilitarismo total, de destrucción industrial y de acción masiva anticapitalista, bajo la excusa de la transición climática. La Colombia de Petro no es más que un eslabón de un entramado internacional, donde el país debe hacer lo que le dictan otros, sobre todo las potencias totalitarias. La “paz total” es la dócil aceptación de esa desbandada.
La llegada de Gustavo Petro al Palacio de Nariño es un resultado de esa guerra híbrida mundial. La parte más importante de las decisiones actuales de Petro corresponden a esa agenda. Nunca Colombia había tenido un gobierno de tal abyección.
Cuando vemos a Putin chantajeando a Europa con sus exportaciones de gas para frenar los ardores solidarios de Alemania y Francia con Ucrania, descubrimos la gravedad de lo que está haciendo Petro con el tema del gas, del petróleo y del carbón de Colombia. El discurso “ecologista” del progresismo colombiano y sobre todo los anuncios de Gustavo Petro durante la campaña presidencial de hundir la industria petrolera de Colombia para obligar a Colombia a importar petróleo de Venezuela, fue una excelente noticia para Putin.
Fuera de debilitar a Colombia, mediante una masiva transferencia de recursos financieros a Venezuela, y de fortalecer el poder militar de Venezuela, hay el riesgo de ver a Colombia atrapada y esclavizada por triángulos de poder donde actúan no solo Venezuela sino también Cuba, Nicaragua, México, Bolivia y Argentina.
Putin podría querer que Colombia incurra en el mismo error que cometió Francia país que, ante la presión de los antinucleares verdes, dañó su excelente dispositivo de energía atómica que hacía de Francia un exportador de electricidad: 14 centrales fueron cerradas y una tercera parte del dispositivo actual está parado. Hoy Francia debe importar energía de cinco países europeos y comprar masivamente gas ruso. Francia y Alemania dependen ahora, para la actividad industrial y el consumo doméstico, del gas ruso.
¿Qué piensa Moscú de la voluntad de Petro de prohibir el fracking, destruir Ecopetrol, el Cerrejón y el sector energético, para que Colombia no sea competencia directa para Rusia y no ayude a Europa en materia energética? Colombia podría desarrollar ahora más que nunca su complejo energético. Petro quiere impedir eso. Moscú no vería con malos ojos que Colombia termine convertida, a corto plazo, en una especie de Ucrania, un pueblo libre que algunos quieren borrar del mapa.
La “paz total” es eso: docilidad ante el totalitarismo y guerra a Colombia.
Había que hacer elegir a Gustavo Petro, al precio que fuera
Petro no fue elegido por los colombianos: él es el beneficiario de un fraude de amplio espectro y de una amnesia colectiva ulterior bien fabricada. La palabra fraude se convirtió en un tabú. La guerra híbrida requiere no solo acciones violentas sino también de capítulos de confusión, traición y conformismo. Es lo que estamos viviendo en Colombia.
Hemos olvidado que las elecciones legislativas y presidenciales de 2022 fueron objeto, durante meses, de maniobras audaces y precisas como nunca antes había visto Colombia en su historia.
Hemos olvidado, por ejemplo, que el 8 de diciembre de 2020 fueron expulsados de Colombia dos espías rusos, uno del GRU y otro del SVR, que espiaban con drones varios puntos de la infraestructura petrolera y energética de Ecopetrol. No sabemos cuántos otros de esos bonzos siguen en el país, bajo la forma de oficiales y clandestinos. La embajada rusa en Colombia cuenta con una cantidad de funcionarios similar a la que Moscú tiene en el Reino Unido. El Tiempo, basado en informes de inteligencia, informó en diciembre de 2020 que desde 2017 habían llegado a Colombia, “al menos 23 ‘diplomáticos’ rusos con perfiles atípicos y nexos con las agencias de inteligencia rusas” (1).
En todo caso, Aleksandr Nikolayevich Belousov y Aleksandr Paristov, no eran primíparos: habían sido expulsados por actos de espionaje de Noruega, Bulgaria, Austria, Eslovaquia y la República Checa.
Esos dos agentes estuvieron metidos también en la cuestión política de Colombia y recorrieron barrios populares comprando información y voluntades. Hemos olvidado que la contrainteligencia colombiana, ayudada por servicios americanos y británicos, descubrieron el otro aspecto de las tareas de los dos rusos: interferir en las elecciones de 2022.
A nadie le extrañó que el partido FARC, en los días de esas expulsiones, tratara de defender las andanzas de los dos individuos ridiculizando lo que decía el gobierno de Iván Duque.
Hemos olvidado que Noticias RCN publicó en marzo de 2022 denuncias sobre supuestos envíos de dinero desde Rusia a cuentas bancarias en Colombia que tendrían como objetivo financiar “acciones de grupos interesados en desestabilizar el orden público e interferir en la jornada de elecciones”. Y que El Tiempo denunció que operadores rusos habían participado en la “financiación de disturbios en Bogotá y en una operación de lavado de activos” que coincidían con la campaña presidencial en ese momento. Hemos olvidado que, en mayo de 2021, durante las violentas protestas contra el gobierno, Colombia culpó a Rusia de estar vinculada a ciberataques contra plataformas web oficiales, lo que la embajada rusa rechazó acusando a Colombia de “rusofobia”.
Las olas de masiva violencia urbana, disfrazada de “protesta social”, en 2020 y 2021, dejaron centenas de muertos y heridos y aterrorizaron al país.
Hemos olvidado que, para comenzar esa serie de anomalías, el partido CD, durante la consulta interna y al cabo de maniobras poco claras, apartó a la candidata presidencial más combativa y potencialmente ganadora y escogió el candidato más débil. Hemos olvidado que la técnica de la silla vacía (Petro sin contendor real) se repitió cuando el electorado antipetrista se quedó sin candidato (el rival de Petro no movió un dedo para ganar la segunda vuelta).
De esas semanas terribles solo recordamos quizás la historia del software mágico, de origen venezolano y vendido por socialistas españoles a la Registraduría, para que definiera el escrutinio de esas elecciones.
Recordamos que la Registraduría había privatizado, desde la presidencia de Juan Manuel Santos, gran parte de sus funciones y que las elecciones sufrieron el control de esa clique privada y que la Registraduría sigue dirigida por un militante santista. Hemos olvidado que el registrador Alexander Vega tuvo que reconocer que durante la elección legislativa se le “perdieron” 1’026.000 votos, y que hubo 23.000 formularios mal diligenciados y que en 5.109 mesas los jurados cometieron errores y actos dolosos.
Hemos olvidado que hubo, además, el asunto de la cedulación masiva de inmigrantes venezolanos, que hubo un aumento notable de entrega de cédulas colombianas originales en varios departamentos, sobre todo en Norte de Santander, Atlántico y Guajira, y que la mayoría fue emitida fraudulentamente a todo tipo de personas, como había ocurrido ya en otros países del continente.
Hemos olvidado que las cifras del censo electoral, dadas por El Tiempo, fueron alarmantes: entre 2014 y 2020, 568.825 venezolanos pidieron ser reconocidos como colombianos y que, al final, 379.334 de ellos pudieron votar en Colombia (2).
¿Colombia es un vasto potrero?
Hemos olvidado que el presidente Iván Duque, el 25 de junio de 2021, al comienzo de la campaña electoral y en medio del sangriento “paro cívico” (del 28 de abril al 27 de junio) fue objeto de un atentado. Que el helicóptero en el que él viajaba, en compañía de los ministros de Defensa, Diego Molano, del Interior, Daniel Palacios, y del gobernador de Norte de Santander, Silvano Serrano, recibió seis impactos de bala de francotiradores en una zona limítrofe con Venezuela. Y que horas después fueron encontrados por las autoridades, en el lugar del atentado, dos fusiles, entre ellos uno ruso, AK-47, con un alcance de 443 metros en modo semiautomático y perteneciente, según la prensa, a la Fuerza Armada Bolivariana.
Hemos olvidado que un segundo plan para matar al presidente Duque fue descubierto. La revista Semana escribió que otros francotiradores “tenían la orden de dispararle a las turbinas del avión presidencial”, durante la maniobra de aterrizaje en la pista de Catam. La prensa informó poco después que los capturados confirmaron que las “disidencias de las FARC”, cuya jefatura se esconde en Venezuela, habían llegado a Bogotá “para cometer ese magnicidio”.
Sin la guerra híbrida mundial operaciones combinadas de tal grado de sofisticación no habrían alcanzado sus objetivos.
La “paz total” se ve reflejada también en los planes de Francia Márquez y Gustavo Petro quienes conciben el país como un vasto potrero o “territorio” que puede ser modificado según los caprichos del gobernante de turno. El concepto de “territorio” de ellos viene del acuerdo final de las FARC con Santos. La primera, pretende alterar la geografía política de Colombia con la creación de un departamento “autonómico” (con 63 municipios de Antioquia, Chocó, Cauca, Valle del Cauca y Nariño) que cubriría todo el litoral pacífico para darle a su partido el control del eje estratégico Cali-Buenaventura, por donde entra la mitad de las importaciones de Colombia, y de toda salida hacia el continente asiático.
Petro anunció, por su parte, el 20 de agosto, la creación de otro mega departamento, en la región del Magdalena Medio. Quienes se oponen ven en ello la creación de dos “repúblicas independientes” en zonas claves del país dominadas hoy por el narcotráfico y la criminalidad. La idea de Petro es que en esos nuevos departamentos las Fuerzas Militares, la Policía y la Armada Nacional, así como la Fiscalía y la Procuraduría, respondan a una óptica descentralizada, lo que equivale a dinamitar la noción constitucional de República unitaria y la noción de fuerza pública nacional, prevista en el artículo 216 de la Carta Magna.
Las Fuerzas Armadas son el brazo secular encargado de la defensa del país. La “paz total” aspira, en cambio, a paralizar esas fuerzas. Les ordenan que prioricen el “diálogo” con los agresores en situaciones críticas de orden público, como en las invasiones de tierras, los bloqueos de vías, etc. Esa línea pretende prohibir la erradicación de los cultivos ilegales y el bombardeo de los bastiones narco-terroristas. Oscar Montes, un fino analista, escribía en El Heraldo algo que ya es una especie de clamor nacional: “La sensación que queda es que el Estado no está negociando con los criminales, sino que se está entregando” (3).
Así, empleando un lenguaje esotérico y mintiendo sobre los objetivos, la “paz total” emerge como un plan secreto y continental que el país debe seguir, aunque ello termine por hacer de Colombia la provincia de un poder transnacional.
Es obvio, que ese plan no será impuesto sin tener que vencer la voluntad de millones de colombianos que quieren vivir en un país libre y soberano. Petro aspira a seguir esa fatídica agenda a sabiendas de que tiene un tiempo limitado.
Un eventual regreso de los republicanos a los controles del poder legislativo y ejecutivo en Estados Unidos, en septiembre de 2022, y en noviembre de 2024, y una derrota de Rusia en Ucrania, son hechos que podrían ponerle fin a la falsa revolución.
Antes de llegar a ese instante, la resistencia a las reformas de Petro va a ser intensificada. En esas condiciones ¿qué línea adoptar ante el programa de la “paz total”? ¿Una “oposición constructiva”? ¿Qué puede haber de decente y respaldable en la agenda de Petro? ¿El país debe doblegarse ante ciertos cambios y hacer, al mismo tiempo, contorsiones y gestos ineficaces ante otros? ¿El país debe despojarse de ilusiones y organizar la lucha intransigente contra la política del nuevo régimen? Los 10 millones de electores que votaron contra ese personaje tienen la palabra.
(1).- https://www.eluniversal.com.mx/mundo/colombia-expulsa-funcionarios-rusos-por-espionaje-politico-es-el-sexto-pais-en-2020
(2).- https://primerinforme.com/corrupcion/planes-fraudulentos-de-cedulacion-desde-el-chavismo-buscan-afectar-proximas-elecciones-en-colombia/
(3).- https://www.elheraldo.co/politica/la-ley-del-montes-la-paz-total-de-petro-933833