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Rafael Nieto Loaiza

La inseguridad no es asunto de percepción. Es una realidad. Lo muestran los datos: a junio de este año, se tenía cuenta de 6.220 homicidios y superaremos con mucho los 11.880 asesinatos del 2019; estamos inundados de coca y tenemos tres veces más cultivos de coca, la producción de cocaína aumentó un 8% hasta 1.228 toneladas y se produce 4.2 veces más cocaína que antes de la firma del pacto de Santos con las Farc y más que nunca en la historia; el clorhidrato de cocaína por hectárea cosechada pasó de 6,7 kg/ha en el 2019 a 7,9 kg/ha en el 2020; la erradicación manual voluntaria viene en picada y cayó de  6.765 has en 2019 a apenas 702 has el año pasado, un 90% menos; la tasa de homicidios en los municipios PDET fue de 44,3 por cada 100 mil habitantes y en los municipios PNIS fue de 57,9 muertes cada 100 mil habitantes, mayores un 190% y 259% respectivamente al promedio nacional.

No podemos seguir haciendo más de lo mismo. Aunque se haga mejor, no sirve. Los muestran los hechos. Hay que dar un viraje de fondo y replantear de manera integral la estrategia de seguridad para construir una sociedad sin crimen, en la que los ciudadanos tengan la certeza de que saldrán a ejercer su oficio y traer el pan a la casa y regresarán al final de la jornada sanos y salvos y con el fruto de su trabajo en el bolsillo.

Empecemos por reconocer que si seguimos en un mar de coca cualquier esfuerzo en materia de seguridad está destinado a fracasar. El narcotráfico es el motor del conflicto y la gasolina de los grupos armados ilegales. O le torcemos el pescuezo al narco o seguiremos sumidos en esta espiral interminable de conflicto y violencia.

La estrategia correcta debe trascender los narcocultivos y atacar todos los componentes de la cadena: cultivos, interdicción, finanzas y consumo. En materia de narcocultivos, hay que recuperar la erradicación forzada y la fumigación aérea con glifosato (la ANLA emitió el concepto necesario para cumplir con los requisitos de la Corte Constitucional y la aprobación está hace semanas en la Casa de Nariño), hay que rediseñar las políticas de sustitución de cultivos y, en especial, reemplazar los subsidios directos a cultivadores. Esos subsidios rompen el principio de igualdad frente a la ley para favorecer a quienes la violan en detrimento del campesino que solo ha sembrado productos lícitos. Esos subsidios constituyen un incentivo perverso para más cultivos ilícitos. Lo que requerimos es intervenciones estructurales que favorezcan la productividad general de la región y, más allá del control militar de área, asegurar el control estatal del territorio con una respuesta coordinada para la provisión de bienes y servicios, desde justicia hasta infraestructura y educación.

En interdicción hay que fortalecer la capacidad de radares, monitoreo y respuesta de la Fuerza Aérea y obtener, por difícil que sea, la cooperación venezolana (el grueso de vuelos ilegales sale por espacio aéreo del hermano país). Y también la de la Armada, a través del cuerpo de Guardacostas, para cubrir los océanos, y de la Infantería de Marina para controlar los ríos, autopistas de los narcos. En materia de finanzas, fortalecer los mecanismos de cooperación judicial internacional en materia de lavado de activos y la extradición, endurecer la extinción de dominio, la lucha contra el contrabando. Finalmente, este país dejó hace tiempo de ser un país de productores y es hoy uno de consumidores, duplicado entre 2013 y 2017 y con el muy preocupante dato de que el 69% de los nuevos consumidores se convierte en habitual o adicto.

Ahora bien, ningún esfuerzo en la lucha contra el narcotráfico saldrá adelante si los violentos saben que más temprano que tarde le torcerán el brazo al estado y conseguirán impunidad y beneficios políticos y económicos que los ciudadanos de bien no tienen, tal y como lo hicieron las Farc. A los violentos, a los delincuentes, no hay que transarlos, hay que derrotarlos, someterlos. Y ellos deben saberlo.

Publicado en Columnistas Nacionales

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