Quién iba a pensar que luego de la independencia definitiva de Antioquia del Rey Fernando VII en 1.820, volveríamos a estar en manos de reyezuelos a quienes sus delirios de grandeza les impiden comprender que ser funcionarios públicos no los convierten en monarcas, y por el contrario se deben a los ciudadanos, quienes son sus jefes y pagan su sueldos, y no sus súbditos que deben humillarse ante su paso ni saludarlos obligatoriamente.
El delirio de grandeza o megalomanía es un trastorno de la personalidad bien documentado en la historia, caracterizado en ocasiones por sujetos con problemas de bipolaridad y delirios de persecución, como el desquiciado Felipe V -quien vestía “camisas usadas antes por la reina” para evitar ser envenenado-, y que en octubre de 1.717 sufrió un ataque de histeria porque, según él, el sol lo estaba persiguiendo. Los delirios de grandeza también pueden darse en personas con complejo de inferioridad, que intentan resolver su mal aspirando a sentirse artificialmente importantes. ¿Y qué mejor forma que con un cargo público? Estos reyezuelos se obsesionan por ser reconocidos por todos y ser el centro de atención para sentirse seguros y satisfacer su complejo solar, que los hace creer que todos orbitan a su alrededor. Pero cuando no lo logran, cuando son ignorados por alguien que no tiene razón para haber desarrollado de forma natural, voluntaria y gratuita admiración y respeto, se enfadan e intentan desaparecer su frustración ordenando como la Reina de Corazones: “¡Que le corten la cabeza!”, o los contratos, al que se atrevió a no hacerle una reverencia.
Es inaceptable ser gobernados por sujetos con delirios de “grandeza”, y menos cuando no la tienen ni la tendrán. Peligra una comunidad cuando es dirigida por un clon de Calígula, Napoleón III o del dictador Jean-Bédel Bokassa, quien luego de 10 años de haberse tomado el poder de la República Centroafricana en 1.966, en una napoleónica ceremonia que costó una tercera parte del PIB del país, con capa de armiño y bajo un trono de 12 metros de altura bañado en oro, se hizo coronar como “emperador” y debía ser saludado como tal.
El mejor tratamiento para este mal es una terapia de choque que despoje al caricaturesco “agrandado” del cargo que le otorga artificialmente la importancia que no posee y le hace ver a los demás desde una altura inexistente. En la democracia colombiana el medicamento se llama “revocatoria” y no necesita fórmula médica, solo responsabilidad de los ciudadanos.
https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 27 de septiembre de 2021.