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Armando Barona Mesa

Lo vi en los canales de televisión. Estaba preso como un león en jaula de barrotes gruesos y nutridos. Su cara cuadrada, bigotes y barba hirsuta entre el blanco y un negro ya lejano, gafas de intelectual -se decía entonces- y pelo cuadrado que comenzaba a canar. El vestido de pantalón y camisa por fuera de grandes rayas blancas y negras. La cara seria y sin gestos. Pasaba de cincuenta años.

Una gran cantidad de periodistas con cámaras habían ido a conocerlo de cerca. Era la época de Alberto Fujimori. Él entonces, sin mueca alguna, fue levantando lentamente el brazo derecho y de su mano, apretando los dedos con fuerza, fue saliendo un puño agresivo y enérgico, que era el símbolo de un nuevo partido comunista de raíces chinas, maoístas. Y no abrió su boca. Había caído preso el 12 de septiembre de 1992.

Se trataba de Abimael, a quien se conocía como el "camarada Gonzalo", fundador de un movimiento terrorista en las montañas perfiladas de los Andes, en el sitio donde entre breñas y niebla nace el río Amazonas. A ese grupo él mismo puso el nombre de "Sendero Luminoso".

Asoló primero la región montañosa, matando y torturando a los que no estaban de acuerdo con él, y luego fue bajando de la sierra hasta el llano, creando a su vez cuadrillas expertas en atentados y bombas escondidas, que sacudían la oscuridad de la noche igual que los amaneceres en cualquier parte de las viejas ciudades. Y sangre volando por los aires.

Era Manuel Rubén Abimael Guzmán Reinoso, quien había nacido en Moliendo (Perú) en 1934. Mostraban todos ellos agresividad y odio. Ese era su impulso interior comunicante. Su captura operó en el año 92 en un suburbio de Lima llamado Surquillo.

Intransigente y dogmático como todos los comunistas, entendió igual que sus correligionarios, que todas las actividades de la revolución debían producir la muerte o el sometimiento humillante de los contrarios, valiéndose de todos los medios a su alcance. La violencia, como lo escribió Marx, es la gran partera de la historia.

Tampoco importaba que el narcotráfico, quizás el peor atentado contra la humanidad, sirviera, como sigue ocurriendo en Colombia, para captar fondos enderezados a la adquisición de las armas y la organización; pero aún más, para su propia provisión personal pensando en el futuro. Realmente como también ha ocurrido y ocurre en esta patria. Esa es la combinación de todas las formas de lucha.

En El Callao Abimael fue condenado a prisión perpetua por un tribunal sin rostro creado por Fujimori, -justicia sin rostro que también hubo en Colombia-, en un juicio que duró tres días. Todo estaba probado; pero en el 2003 un grupo grande de mamertos pidieron la nulidad del juicio, que convirtieron en una anarquía la segunda vez, ya sin Fujimori. Entonces se convocó a un tercer debate judicial en 2005, fallado en octubre de 2006, que confirmó la pena de cadena perpetua por el delito de terrorismo contra el Estado, que pagó de modo continuo hasta su muerte el 11 de septiembre pasado. O sea que purgó una pena de veintinueve años, gran parte de ella en solitario.

¿Qué queda? Una memoria, buena o mala, lo dirá el tiempo.

Aunque yo pienso y así lo aceptaron los últimos congresos programáticos de la URSS, que la sociedad comunista, es decir aquella en que al hombre se le da según sus necesidades en forma igual, no es más que una utopía. No puede haber una igualdad de vida entre todos los hombres, porque bien es cierto que metafísica y aun políticamente somos iguales, pero en realidad nadie es igual al otro y la sociedad decide conforme al esfuerzo, al talento y a la consagración de cada cual. Así lo entendió Bolívar y los grandes pensadores y descubridores de los nuevos mundos, que estimulan el esfuerzo del hombre con un vivir mejor.

Abimael, hay que reconocerlo hoy ante su tumba lanzada al viento con su cremación, que fue un hombre sincero consigo mismo y con una sociedad que equivocadamente trató de interpretar con la igualdad del racero por lo bajo. Siempre estará el abismo atalayando.

Publicado en Columnistas Nacionales

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