Porque no toda retirada es una derrota. Puede haber razones estratégicas para hacerla. Pero cuando en el curso de ella se abandonan a su suerte a decenas de miles de aliados afganos que apoyaron incondicionalmente la coalición internacional con la esperanza de construir un país libre del yugo horrible del fundamentalismo religioso y ahora deberán sufrir las represalias del régimen que, además, tiene la lista de los que colaboraron; cuando se deja en la estacada a sus socios europeos de la Coalición y se permite que centenares de armas -muchas de ellas, de alta tecnología-caigan en manos del enemigo; cuando todo eso y más sucede, la retirada es una desastrosa capitulación. Más aun, si lo que puede seguir es la inundación de heroína a Europa y USA desde los campos de amapola afganos, ahora controlados por los mullah talibanes. O el reinicio del terrorismo desde ese territorio, porque no hay garantías de que eso no suceda.
Hay una falla recurrente en la dirigencia norteamericana, que es la carencia de la voluntad de poder. Nietzsche fue quien presentó, por primera vez, el concepto: “La vida misma es para mí, instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder. Donde falta la voluntad de poder hay decadencia” (El Anticristo).
Soy lo suficientemente viejo para recordar el episodio del caos que se produjo en el aeropuerto de Saigón, cuando salían los últimos soldados norteamericanos de la otra gran guerra perdida, la de Vietnam y puedo asegurar que lo de Kabul fue por lo menos tan denigrante como aquella. Son el símbolo de la humillación, que en el caso de Afganistán se hubiese podido evitar porque tuvieron meses para preparar una retirada de manera ordenada que no se convirtiese en entrega.
Es como si a los dirigentes norteamericanos les pesara ser superpotencia cuando las cosas se le ponen difíciles. Ya parece ser un axioma de la política internacional contemporánea, que quien se alíe con ese país tiene que estar preparado para que lo deje colgado de la brocha, porque tarde o temprano, le ocurrirá. La consecuencia que hay que extraer de ese tipo de conducta fue descrita por el mismo Nietzsche con claridad: “lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti (“Así hablaba Zaratustra).
La confianza en el aliado es esencial a la hora de diseñar política exterior (y también en el ámbito interno).
En Colombia tenemos un problema central que amenaza la supervivencia de nuestro estado de derecho: los grupos narcotraficantes que luchan por el poder practican desde siempre el terrorismo en el campo, pero ahora incursionan también en las ciudades, con manifestaciones duras, como la bomba en Cúcuta, o de mediana y baja intensidad, con el vandalismo que escala hasta el bloqueo criminal y el asesinato.
Estos grupos tienen bases de apoyo y protección en Venezuela, que se beneficia del tráfico. Su accionar crece de manera desembozada, hasta el punto de que la seguidilla de acciones permite percibir que tenemos en riesgo el oriente colombiano. Todo el país, pero especialmente, esa zona geográfica, a partir de la violencia terrorista que se genera dese allí por Maduro y los narcos de las guerrillas. Están a la ofensiva y eso requiere respuestas tanto nacional como internacionalmente, antes de que el problema se vuelva inmanejable.
El punto es que el soporte estratégico del estado colombiano en su lucha contra el narcotráfico es Estados Unidos y ese, como describí más arriba, es un socio poco confiable. Todavía no sabemos cuáles son las políticas de Biden para combatir el narcotráfico ni su posición frente a Maduro. En estas circunstancias, no se trata de rechazar esa alianza, sino de tener en un plan B, que no ligue el futuro de nuestra democracia a los vaivenes de los políticos de Washington. Debemos evaluar si las estrategias usadas hasta ahora funcionan. Si concluimos que sí, habría que mantenerlas; pero si no, sería necesario revaluarlas. Y en esta perspectiva, debería diseñarse escenarios que incluyan bajar la tensión con Venezuela. ¿Cuáles serían estos? Pasan por una cierta normalización de las relaciones entre los dos países de manera que se pueda contener la amenaza terrorista para fortalecer nuestro estado de derecho.
¿Hasta dónde se podría llegar por ese camino? Las circunstancias lo dirían. Debemos concentrarnos en resolver los problemas sociales causados por la pandemia, mantener nuestro estado de derecho, tener control total de la soberanía y devolver la seguridad a los ciudadanos. Lo demás, siendo importante, no es lo prioritario.
Los candidatos y los partidos que defienden la democracia deberían incluir en sus programas para las elecciones del 2022, propuestas sobre este asunto. Porque la extrema izquierda, cercana o militante de los grupos terroristas y de Venezuela, lo tiene clarísimo: si ganan las elecciones, nos convierten en un estado paria, narcodictadura que será como Venezuela, pero peor.