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Jorge Ospina Sardi 

Hacer una buena oposición es tan difícil como hacer un buen gobierno. Toda democracia que se precie de serlo debería contar con buenas oposiciones y claro está, con gobiernos que las permitan.

Uno de los problemas de la democracia colombiana es el desaprovechamiento de canales institucionales existentes para ejercer una adecuada oposición. Como suele suceder en estos casos, la culpa no es la ausencia de canales, puesto que hay congreso, una rama judicial mas o menos operante, libertad de expresión, y financiación pública de los partidos políticos.

La culpa entonces reside en las actuaciones de los políticos que no utilizan estos canales para hacer una valiente y digna oposición, así como de aquellos que desde el gobierno la reprimen.

Afirmaba el político americano Adlai Stevenson que en el caso de los gobiernos “una mala administración destruye una buena política, pero una buena administración nunca rescatará una mala política”. Nunca faltará la evidencia para hacer una buena oposición, siempre y cuando exista el marco democrático que permita hacerla.

Pero una buena oposición va más allá de críticas a las malas administraciones y políticas. Requiere también fijar derroteros alternativos a los del gobierno de turno en la búsqueda de mejores y mas prósperos destinos. Además, saber “venderle la idea” a la gente sobre la bondad de los programas y propuestas en las que se basaría el logro de ese deseable propósito.

Como puede apreciarse, se trata de una compleja tarea por la inteligencia y el esfuerzo que se requiere para llevarla a cabo. Por eso sorprende la “ligereza” con la cual los políticos colombianos (y los latinoamericanos) la asumen.

Hay dos reglas que son pilares para una exitosa oposición. La primera es exponer y defender unos ideales que conduzcan a un mejor porvenir. Las almas y los corazones se cautivan con ideales y no solamente con intereses. Muchos políticos tienden a volverse cínicos en el ejercicio de su profesión y desaprensivos hacia los demás. Cuando eso sucede pierden credibilidad y la cercanía con sus eventuales electores.

La segunda regla se refiere a la praxis política. Dentro de una institucionalidad democrática de respeto por la diversidad y la alternancia en el ejercicio del poder, es determinante la presencia de partidos que representen las distintas corrientes del espectro político. Sin partidos el sistema democrático cae en manos de caudillajes de distinta índole. En esas circunstancias el escenario de la política se torna muy impredecible y sus instituciones indebidamente mudables e inestables.

En Colombia, los partidos políticos no han estado a la altura que las actuales circunstancias demandan. Quienes los administran se “han echado a las petacas”. No se respetan formas ni estatutos. Reciben una importante financiación pública y no rinden cuentas sobre la utilización de esos recursos. Su desprestigio hace parte del descrédito que rodea a lo que puede denominarse “la política tradicional”.

A los partidos de la política tradicional les corresponde el desafío de modernizarse para convertirse en alternativa de poder. Son los resultados en las urnas la única vara de medición acerca de las gestiones de las dirigencias y si ellos no se dan los cambios se vuelven imprescindibles. Pero en la política tradicional colombiana eso es imposible porque la táctica es la de “atornillarse” en posiciones de manejo sin importar los resultados negativos.

¿Mucho pedir que haya una modernización en las actuales costumbres políticas relacionadas con la oposición y con el funcionamiento de los partidos políticos? Amanecerá y veremos, dicen las golondrinas.

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