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Los Irreverentes (Editorial)

El pueblo ucraniano está acostumbrado al sufrimiento y al maltrato. Entre 1932 y 1933, en pleno apogeo del régimen soviético, alrededor de 8 millones de ucranianos murieron de hambre.

Aquel espantoso genocidio se conoce con el nombre de Holodomor y está perfectamente documentado en una de las mejores investigaciones que sobre la barbarie del comunismo se ha escrito: El libro negro del comunismo, obra en la que se lee -página 186-: “No se puede ciertamente comprender el hambre de 1932-1933 sin situarla en el contexto de las nuevas relaciones entre el Estado soviético y el campesinado, surgidas de la colectivización forzosa de los campos. En los campos colectivizados, el papel de los koljos [nombre que los bolcheviques le dieron al modelo de granjas colectivas] resultaba estratégico. Tenía como función asegurar al Estado las entregas fijas de producción agrícolas, mediante una requisa cada vez más fuerte sobre la cosecha colectiva…”. En aras de cumplir las cuotas fijadas, literalmente se le quitó el pan de la boca al campesinado ucraniano. El resultado, una de las mayores masacres de que tenga memoria la humanidad.

Cuando sucumbió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se suscribió el Protocolo de Almá-Atá que fue el primer paso hacia la independencia de los países que integraban a la URSS. En agosto de 1991, Ucrania proclamó su independencia.

Un país desconocido, pero con un inmenso activo en sus manos: armas nucleares. En efecto, después de Estados Unidos y Rusia, Ucrania era el Estado con mayor número de bombas nucleares: 5 mil en total.

Ahí había un problema geopolítico inmenso. Un Estado en gestación, sin mayor estabilidad ni instituciones sólidas ponía en riesgo a la humanidad. El antecedente de la planta nuclear de Chernóbil en abril de 1986, aumentaba los temores. El interrogante que rondaba a los líderes mundiales apuntaba a la capacidad que pudiera tener Ucrania de establecer protocolos de seguridad para el manejo de ese arsenal. Se llegó a la conclusión de que el camino indicado era el de, en el marco del Tratado de No Proliferación Nuclear, el naciente Estado entregara sus bombas atómicas.

De esa manera surgió el Memorando de Budapest. Y, para usar esa palabreja que tanto les gusta a los mamertos colombianos, fue un verdadero “entrampamiento” que occidente, con el concurso de Rusia, le hizo a Ucrania. Al finalizar el año de 1994, el presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, el Primer Ministro británico John Major, el presidente de la Federación rusa Boris Yeltsin y Leonid Kuchma -entonces primer ministro ucraniano- llegaron a un acuerdo: Rusia recibiría todo el arsenal nuclear de Ucrania (¡!). A cambio, occidente se comprometió a garantizar la seguridad e integridad de esa República.

Las democracias más sólidas del planeta le entregaron a Ucrania en bandeja de plata.

En días pasados, el prestigioso profesor Vicente Torrijos dio una estupenda cátedra sobre la crisis ucraniana en una entrevista que le hizo la directora de Semana Vicky Dávila.

En su disertación, Torrijos planteó que las armas nucleares, a pesar de su letalidad, son la garantía de la estabilidad y la paz. No hay un solo país, por poderosos que sea, que se atreverá a invadir o a atacar a otro que posea misiles nucleares. Aquello desembocaría en lo que el profesor húngaro John von Neumann denominó como mutually assured destruction -destrucción mutua asegurada- que significa que el uso de armamento nuclear de un país contra otro que también tenga capacidad nuclear, desembocará en la destrucción de ambos.

Cuando occidente embaucó a Ucrania pintándole pajaritos en el cielo y garantizándole la seguridad de su territorio a cambio de la entrega de sus 5 mil misiles de destrucción masiva, realmente allanó el camino para que la voraz Rusia, esa misma que en la década del 30 del siglo pasado mató de inanición a millones de ciudadanos de esa sufrida nación, diera el zarpazo.

@IrreverentesCol

https://www.losirreverentes.com/, Bogotá, 28 de febrero de 2022.

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