Después de protestar por años contra el mundo y de vociferar galimatías vanguardistas para condenarlo, paré en un optimismo rampante que me hace pensar que vivo un país mejor que el de mi padre y que este vivió uno mejor que el de mi abuelo. Eso me impide creer que Gustavo Petro gane la presidencia de Colombia. Con la pandemia tuvimos suficientes espantos.
En nombre del optimismo me niego a creer que el país, a pesar de su carácter imprevisible y levantisco, opte por el discurso tóxico del falso progresismo. Que fila para un mismo propósito un pastor del cristianismo maxfactorizado, la obscena rosa de los comunes de Timochenko y los turbantes africanos y las pestañas macarrónicas de la señora Córdoba. Mientras el líder del embeleco usa la figura papal para su propia figuración, hablando en el Vaticano, con mucha probabilidad, del amor omniabarcante de Cristo, mientras incendia las ciudades colombianas a la chita callando con mechones del petróleo que denigra.
Los incendios no son nuevos en la política. Ya se hacían antes del hallazgo de la gasolina con paja seca. Ni es novedad el oportunismo religioso. Recuerdo al joven Pastrana postrado ante el Niño Jesús del 20 de Julio hace años. Y el afiche de Belisario Betancur de rodillas ante Juan Pablo II en una de sus campañas fallidas, a veces el Papa atrae la pava, y Dios me oiga. En el poeta de Amagá se perdona: se confesó católico y laureanista y recitaba cosas en latín eclesiástico. En los otros es una muestra de mala fe en el sentido estricto de la expresión. Y en el lato.
Los comandantes del M-19 que pervirtieron al joven Petro hablaron en el clímax de su saga pánica de cocinar un gran sancocho nacional. En consecuencia, en su pacto histórico cabe un Shakespeare lumpenesco de novelones, maestro de obra del sentido del gusto de los galafardos de la primera línea. Pero es un abuso pretender que representan a la izquierda cuando impulsan un movimiento regresivo, el resorte del trampolín del narcisismo paranoide que somatiza el sentimiento de inferioridad, según dicen.
El siquiatra de Petro debe saber mejor cómo funciona la tirria del padre en su afán destructivo, el rezago de Edipo que edifica sus sueños de posesión de la madre sobre la certeza de estar destinado a rescatarla de sus miserias patriarcales. Y por qué lo preocupa tanto la incipiente calvicie que cubre con un rizo ralo con insistencia. Es imposible confiar en uno que al amparo de la noche altera las actas de lo convenido con sus amigos mientras duermen. Hay mucha insinceridad en Petro Orrego. Y mucha hostilidad. Como si tuviera por alma un campo de ortigas, convierte inevitablemente en amenaza la esperanza que pretende encarnar.
Quedan en la cristiandad media docena de reyes de adorno como un arcaísmo para alegrar desfiles, las revistas de vanidades y a veces la crónica roja. Son suficientes. La humanidad hoy está más urgida de administradores que de príncipes pedregosos. Necesita más gerencia y menos demagogia de redentores plagados de grandes ideas que siempre empeoran las cosas malas y deterioran las buenas, más confianza en su capacidad para disolver las sombras que proyecta el progreso sobre el presente: no que le saboteen el futuro con promesas de Prometeo.
Petro es el fruto de una mala educación basada en la conciencia oprimida según la pedagogía de Fecode y Frei Betto. Pero la gente es más sensata de lo que parece cuando sale de los estadios a quemar buses para vengar un gol de más o menos a falta de algún reclamo fiscal que justifique la asonada. Petro comenzará a desinflarse cuando el país descubra que no merece su mascarada rimbombante, apoyada por los despistados de la historia que siguen sin saber que la salida de la crisis está en el trabajo creador, que ya las revoluciones suceden en los laboratorios y los talleres, y más vale archivar las utopías que alentó el siglo XX con sus mitos ya exhaustos.
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 21 de febrero de 2022.