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Eduardo Escobar     

Henderson argumenta contra el pirronismo de quienes solo entienden el país al borde del abismo.

Un amigo, para ayudarme a transitar estos tiempos depresivos, me hizo llegar el que parece ser el último trabajo de James D. Henderson. Uno de los libros más claros, ecuánimes y exhaustivos que leí sobre el siglo XX colombiano. El peso de la cosa auguraba una tarea de aliento. Son setecientas páginas a dos columnas de letra menuda, llenas de notas. Pero pasado el estupor ante las características físicas del volumen, el historiador norteamericano arrastra al lector, con una prosa amable y diáfana, a una excursión por la crónica de una nación dedicada con algún éxito a la tarea humilde y heroica de inventarse un lugar de dignidad en este mundo, desde Simón Bolívar que la fundó. Bolívar en el delirio de la agonía se autonombró Cristo y Quijote y majadero. Henderson cree que el país es más que esta metáfora del fracaso. Y afirma el progreso aunque lamenta que los medios prefieran proclamar las acciones destructivas de los militantes del desorden y ventilar el espíritu de contradicción.

El libro junta todo lo que debe tener hoy cualquier intento de interpretación histórica: una visión de las ideas predominantes en el período que abarca, del desarrollo de la economía, de las contradicciones políticas que acarrea siempre. Sin olvidar los personajes más influyentes en los procesos que describe, las personalidades que los nuevos historiadores bajo el influjo marxista suelen relegar ahora como elementos secundarios en la crónica de los acontecimientos humanos. Es obvio que a veces el talante de los líderes marca el carácter de su época y le impone un ritmo. Quién sabe cómo seríamos si Hitler o Lenin hubieran sido abortados.

Henderson advierte en la carátula que se ciñe a los días de Laureano Gómez. Pero aunque Gómez es una sombra con un peso específico a todo lo largo del tiempo que intenta fijar, el que corre entre el año 1889 de su nacimiento y 1965, junto a su imagen contradictoria, como antagonista imprescindible, aparece siempre Alfonso López Pumarejo. En medio del relato de los años álgidos de la formación de la modernidad en Colombia, Henderson teje las peripecias de una amistad entre estos dos hombres, representantes de una nueva riqueza, que siempre tuvieron qué decirse desde cuando se encontraron hasta el final de sus vidas determinadas por la paz de Rojas y el Frente Nacional.

Henderson como norteamericano puede ser impasible y obviar las tentaciones del compromiso, pero a veces recurre a la ironía. Para referirse por ejemplo a los movimientos artísticos o a la irrupción nadaísta en medio del crecimiento de las ciudades, en una nación que pasaba de la mula colonial al avión del capitalismo, de los últimos piojos de los románticos y sus tufos de ajenjo artesanal a la democratización del champú y los licores de marca, de la casa de teja al rascacielos, de la vela de sebo a la electricidad, del silencio parroquial al rock and roll de los nuevos tocadiscos.

Por lo que hablamos para coordinar el envío del libro sospecho que mi amigo salió entristecido de la lectura de Henderson. A mí me dejó la certeza de que algo se ha hecho bien a pesar de todo. Contra las condiciones geográficas adversas y los pobres recursos materiales y el desconcierto espiritual de la descolonización, el país pudo capear siempre la tormentosa historia que le tocó, de ciclos de violencias y pactos de paz repetidos desde las guerras santas del siglo XIX entre el radicalismo y los derechos de los monasterios hasta hoy. El libro hace evidente un hecho destacable: más que los políticos, enzarzados tantas veces en lo superfluo, fueron los empresarios los creadores del país que vivimos, plaga de ambigüedades problemáticas, desgarrado por la tensión entre el miedo al futuro y el culto de lo indescifrable pasado, pero lleno de logros incontrovertibles también. Henderson aporta argumentos para la esperanza contra el pirronismo de quienes solo pueden entender el país al borde del abismo, vísperas del apocalipsis.

https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 29 de noviembre de 2021.

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