Lo vi en un telenoticiero. Una mujer se apura por una carretera mejicana, y dice: tengo cuatro hijos y espero entrar con ellos en los Estados Unidos para darles una vida mejor. Tres niños corren detrás. Ella lleva otro de brazos. Pisa con firmeza. Alucinada por el sueño de la prosperidad. O espantada por los miedos del desorden y la pobreza de su país al sur. Debe de ser salvadoreña o guatemalteca. Uno sesenta de estatura, rolliza como una venus arcaica, pantorrillas anchas para sostener la mole.
Me hizo acordar de otra que entrevistaron hace años en un programa de radio de esos de medianoche a los que llama la gente a contar pesares. Dijo que era de Buenaventura. Vivía en una calle de Cali de limosna con seis hijos de padres distintos. Entonces esas cosas habían dejado de darme lástima. Y sentí rabia. Las condiciones materiales inducen esas miserias. Claro. Estas cordilleras ariscas difíciles de hollar. El oscuro pasado caníbal. Y el salto abrupto de la Edad de Piedra al Renacimiento español. Pero también contribuye a la sordidez la retórica falseada de la corrección política y el libre desarrollo de la personalidad.
Triste destino de unos niños obligados a llevar la carga de la desesperación de sus madres. Que a veces los concibieron sin amor, por comprar la protección de otros desamparados como ellas. Los veo en los campamentos de plástico en un parque bogotano, desnudos, sonriendo, con la sonrisa de la muda de dientes tan tierna y odiosa al mismo tiempo porque remeda la decrepitud y la crueldad de ciertas pesadillas. Algunas madres hacen de la reproducción un crimen impune. Justificadas por unos inciertos privilegios de raza, por una ciudadanía paralela inventada por abogados del idealismo liberal.
Es una aberración sacar las comunidades indígenas de sus minifundios pintorescos e improductivos, para que vean morir sus niños en los hospitales infantiles de las ciudades. Quién tiene la culpa. Todos. Y nadie. Para Camus era un misterio el sufrimiento de los niños. Como para Valmiki, el autor de la epopeya de Rama. En estos países descuadernados algunos niños nacen hipotecados y deben pagar intereses desde antes de aprender a leer.
La noción de los pueblos originarios es eufemismo vacuo. Ahonda la humillación, los condena a una minoría de edad perpetua reducidos al papel de los guacamayos en el paisaje problemático de las aldeas revueltas. Las sabidurías ancestrales son otra superstición del romanticismo posmoderno. Muchos sucumbimos a los veinte años a la fascinación del buen salvaje. Y corrimos los caños de pirañas de la Orinoquia y la Amazonia a encontrar los sabios de la antigua inocencia, a salvo de la conciencia de la historia según creíamos. Ya comenzaba el proceso que propiciaron las romerías de jipis a los resguardos, rastreando los hongos de las revelaciones, cuando empezaron a proliferar también los cultivos de la marihuana de exportación. Ahora los dueños de los cocidos chamánicos los han degradado a simonía, transfigurados en los portadores de la jerga de un panteísmo ingenuo. Nuestros taitas ahora comparados con los que conocimos entonces parecen unos disfrazados con coronas de plumas, repitiendo discursos aprendidos de los últimos jipis, los antropólogos progresistas y los intelectuales regresivos, predicadores del odio al conquistador cristiano y de la resistencia al progreso técnico.
No se reparan las comunidades aborígenes agravando la segregación con dialécticas amañadas, adornándolas con singularidades derivadas del relativismo estructuralista. Ese lirismo chato trivializa sus tribulaciones. La historia humana ha sido la de la lucha contra la naturaleza. Por la superación del hombre. Es condición irredimible. Y es injusto que unos sigan moliendo en los morteros de la Edad de Piedra mientras otros escarban el espacio interestelar en busca del primer fotón. Hay que ser perfectamente modernos. Dijo un francés del siglo XIX.
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 13 de diciembre de 2021.