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Humberto Montero    

El cuento comunista consiste en asaltar el poder para enrocarse en él y que los del partido mamen a su gusto de la teta del Estado para saciarse hasta el fin de los tiempos. El comunismo es hambre, corrupción, éxodo y represión. Lo hemos visto en sus diferentes variantes en la Unión Soviética y sus países satélites de media Europa. También en China, en Cuba, en Angola, en Venezuela y en la Camboya de los Jemeres Rojos, con más de dos millones de camboyanos asesinados en uno de los mayores genocidios de la historia y otros tres millones muertos por el hambre y la persecución de médicos. Cinco millones de seres humanos —hombres, mujeres y niños— exterminados en apenas dos años y medio.

El capitalismo es todo lo contrario. Mientras entre 1975 y 1979 Camboya replicaba el maoísta proceso de ruralización y acababa con cualquier posibilidad de desarrollo del país, en los 80 del pasado siglo Corea del Sur pasaba de ser un país agrícola al 80 % a convertirse en una locomotora industrial, un proceso acrecentado desde entonces hasta hacer de este país uno de los epicentros tecnológicos y de conocimiento del mundo. Por eso, los alemanes del Berlín Este comunista huían saltando muros y alambradas, para vivir en el mundo libre que divisaban desde sus ventanas. Por eso, los balseros siguen lanzándose al Caribe sobre cualquier cosa que flote rumbo a Miami, porque la vida sin libertad no vale nada.

Nicaragua vive un proceso de putrefacción similar al de todos los fracasados ejemplos anteriores. Y digo fracasado porque no hay un solo país en el que haya reinado el mal que encarna la hidra de tres cabezas (socialismo-comunismo-maoísmo) que ofrezca una pizca de prosperidad a la historia. Solo muerte, atraso y represión.

Además, en Nicaragua se da la particularidad de que, al ser un país tan chiquito, el expolio ha quedado en manos de tan pocos que forman un clan. Los Ortega, con Daniel al frente, llevan gobernando a su antojo el país centroamericano desde 2007, casi tres lustros, lo que ya de por sí debería ser suficiente motivo para poner en cuarentena a cualquier país. En realidad, lo de los Ortega se asemeja más a un emirato, en el que una familia parte el bacalao como le place, o a un Estado mafioso que controlan los Ortega-Murillo y su numerosa prole, blindada en una suerte de Ciudad Prohibida en Managua.

No me interesan para nada los Ortega-Murillo, unos cleptócratas sobre los que ya he escrito en varias ocasiones, sino la indiferencia del mundo ante la masacre de más de 400 jóvenes en 2018 y de las torturas y detenciones que padecen los ya escasos opositores que se atreven a denunciar los atropellos a los derechos humanos que se perpetran a diario en Nicaragua. La pandemia ha servido para que el clan narco que controla el país se haya hecho con los pocos resortes que aún no controlaba y para aislar más aún un territorio en el que campa a sus anchas lo más granado del mundo: carteles, agentes cubanos y venezolanos y dudosos empresarios chinos y rusos.

La farsa electoral del pasado domingo acabará como todos sabemos: Ortega y su vicepresidenta, esposa y mano derecha, Rosario Murillo, superarán o igualarán, qué más da, el 72 % de los votos que lograron recabar en las últimas elecciones, celebradas en 2016. Y así, fraude tras fraude, estos pendejos harán bueno al clan Somoza. Su espejo. Si el mundo no lo evita

https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 09 de noviembre de 2021.

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