Unas elecciones sin veedurías, donde las mayorías evidentes tienen que jugarse la vida después de ejercer su derecho al voto para que éste les sea respetado, es un escenario que Colombia tiene que evitar a toda costa. Y estamos a tiempo de hacerlo. Solo que nuestra voluntad, que viene siendo minada por el gobierno desde hace varios años, parece adormilada, y los actos atroces con los que nos despiertan las noticias todos los días, dejan de asombrarnos. Y cuando el hombre pierde su capacidad de asombro se expone a que todo le resbale; a que lo que pase a su alrededor, por estremecedor que sea, le parezca normal y aceptable; y a que no le encuentre sentido a defender sus derechos, pues se anticipa a su derrota y la acepta con resignación y sin lucha. ¡Se convierte en víctima! Y entonces opta por el silencio y la sumisión; y su silencio es a la vez el inmediato validador de las acciones más temerarias y atroces, y termina siendo cómplice de la barbarie.
Es el truco de esta izquierda perversa que ha penetrado la mente de varias generaciones a través del sistema educativo y las llenó de resentimiento, odio y desesperanza. Es la táctica de generar caos social y minimización del individuo para que sienta la necesidad de depender del Estado y sus dádivas y, a través de esa dependencia, crear peligrosos parásitos que aspiran a hacer parte de los grupos terroristas, primeras líneas o bandas delincuenciales como forma de sustento. De ahí que el gobierno Petro ofrezca impunidad a los delincuentes y, a la vez, remuneración con los dineros del Estado, formando un círculo vicioso que gira entorno a la pobreza y la miseria, y del que solo se beneficia él.
Y nos aterramos al ver que es Venezuela la que pone hoy los muertos por cuenta de la represión estatal, pero olvidamos que en Colombia también nos acribillan las mismas fuerzas que imperan en ese país: el narcotráfico, la izquierda terrorista y el comunismo criminal.
Estamos anestesiados y, si no despertamos ya, correremos la misma suerte que Venezuela.