Juan Pérez, en efecto, había sido citado a las 6:45 a.m. y se encontraba en el lugar desde las 6:00 a.m. haciendo una larga cola para registrar su nombre y pagar su cuota respectiva.
Cuando Juan entró al consultorio número tres, se encontró con un “doctor” a quien solo se le veían sus ojos tras unas sombrías gafas, y las puntas de sus orejas que se sobreponían a unos cordones blancos. Su cabeza estaba cubierta totalmente con una pañoleta, y el resto de su cara lo cubría el tapabocas que ocultaba la nariz, pómulos y cumbamba. El cuerpo estaba acorazado en un delantal grueso que remataba en sus manos cubiertas por sendos guantes y unos escarpines en sus pies. Era como hablar con un espanto. Se sabía que era un hombre por el tono de su voz y porque había leído su nombre en el desprendible que autorizaba su cita.
–¿Qué quiere?... ¿Qué le pasa?... ¿A qué viene Usted?... ¿Qué necesita?... – Le preguntó el “espanto” a Juan, mientras escribía en un computador y le señalaba despectivamente una silla que se encontraba a unos cuatro metros de distancia de su escritorio. Fue su invitación para que tomara asiento. Los modales -pensaba Juan- no parecían importar mucho en ese escenario de frialdad, impersonalidad y desprecio. Pero bueno… lo importante era obtener un alivio a sus dolores que ya no lo dejaban conciliar el sueño.
–Vengo, doctor, porque tengo unos dolores en el estómago; he sangrado profusamente en los últimos días; toda la comida me cae mal; no soy capaz de dar del cuerpo; me duelen la cabeza, el pecho, los brazos; me zumban los oídos, se me encalambran las manos, me sudan los pies, tengo mareos…
–¡Basta…! – le espetó el médico a Juan. – Solo tengo quince minutos para atenderlo y usted me está llenando de información que no alcanzo ni a escribir en su historia. – Dígame lo más importante, lo más significativo… no tengo todo el día para usted; hay muchos pacientes esperando y su tiempo termina ya en 8 minutos…
A Juan se le pasaron todas sus dolencias. La indignación que sentía no podía ser mayor, y el maltrato que sufría era superior a los males que hasta el momento trataba de narrarle a su verdugo. No solo había sacrificado unas horas de sueño mañanero, sino que tenía que humillarse ante ese espectro que ni siquiera se dignaba mirarlo a los ojos. Realmente lloraba por dentro y se tragaba sus propias lágrimas; y la esperanza de encontrar alivio físico a sus dolores estaban perdidas totalmente, pues ese sujeto era impenetrable, tosco, prepotente y perverso. No quiso por eso hablar más y en medio de su humillación y desconsuelo dijo: – Eso es todo, doctor. No tengo más que decir…
A continuación, el médico se dedicó a escribir en el teclado del computador y a renegar mientras maniobraba el mouse y apreciaba el resultado de su escrito. En unos minutos, una impresora que se encontraba detrás del médico, empezó a expulsar una serie de documentos que el prepotente espanto ordenó, firmó y le imprimió su sello personal.
–Aquí están las órdenes para que pida cita con el médico familiar; para que reclame unas pastillas de acetaminofén; para que visite al nutricionista; y para que regrese a control dentro de tres meses. – Y estiró una mano con ademán de asco tratando de no tener contacto alguno con Juan. – Ahí están los números telefónicos donde tiene que pedir las citas, y los medicamentos se los entregan en la farmacia – Concluyó el inhumano médico, y dio por terminada su labor “profesional” con este paciente.
¡Esta es nuestra realidad! ¡Esto pasa a cada momento! A eso hemos llegado hoy; y a eso se ha relegado la medicina en millones de consultas a lo largo y ancho del país. Cunde la inhumanidad, el desgano y la falta de profesionalismo en las EPS. ¡Y esta es mi protesta!