Armando Barona Mesa
Armando Barona Mesa
Hay muchas cosas repudiables: la injusticia es la primera. Tal vez el mayor crimen que pueda cometer un hombre es lograr la condena, a sabiendas, de un inocente. Ocurrió por ejemplo contra Dreyfuss a finales del Siglo XIX, a quien a sabiendas de su inocencia condenaron a prisión en la Isla del Diablo y solo después de muchos años, bajo la pluma y el verbo de Emile Zola con su famoso ‘J’Acuse’, se corrigió la injusticia depravada y se absolvió al inocente, quien pocos meses después falleció por la enfermedad que había contraído en el injusto cautiverio.*
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Diego Molano, a pesar del odio que le toca remontar cada día, ha sido un buen ministro, abnegado, trabajador e incansable. Reemplazó a Carlos Holmes Trujillo, quien puso un punto muy alto y entregó su vida así, literalmente, a la pandemia y a la patria. La verdad es que Molano no se ha quedado atrás, no obstante que este es un país en el que nunca ha reinado la paz. Bolívar debió padecer un toque muy amargo en los últimos meses de su vida.
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La política fue descubierta por el hombre y adoptada de inmediato cuando, según su espíritu gregario, entendió que había que formar una aldea, de la que siguió la ciudad y un país. Por supuesto el primer gobierno fue impositivo y violento. Porque la violencia llegó y con ella la guerra que fascinó al ser humano. De allí en adelante, la carrera fue incesante descubriendo e inventando las armas. Estamos lejos de haber terminado.
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Para los que suelen hablar de "estallido social" y calificar con mala intención al gobierno del presidente Duque de dictadura, otros de demasiado blandengue y no falta el extremista que diga que ha sido el peor gobierno de la segunda mitad del siglo XX para acá, pienso que, así me tilden de derecha que no lo soy ni lo he sido -soy liberal de centro izquierda como lo eran Alfonso López, Gaitán, Carlos Lleras- es fácil recordar, sin que se preste a discusión, que esa gran mayoría de votos que le dieron la victoria a Duque fue plenamente legal y exenta de toda sospecha. Ninguno se equivoque ni haga equivocar a nadie creando mentiras.
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Iván Cepeda Castro es un personaje curioso, mejor diría sui generis. Mamerto sí, pero camuflado en el Polo Democrático. Los comunistas siempre se camuflan. Su padre y su madre fueron miembros del partido comunista y él desde pequeño entró a la Juco -juventud comunista que sigue existiendo- y viajó por el mundo soviético de entonces, donde estudió en varios países todo lo relativo a la doctrina y praxis del partido y digamos que se especializó en intrigas y conspiraciones que con gran eficacia ha venido manejando desde la mayor parte de las ONG de derechos humanos.
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Lo vi en los canales de televisión. Estaba preso como un león en jaula de barrotes gruesos y nutridos. Su cara cuadrada, bigotes y barba hirsuta entre el blanco y un negro ya lejano, gafas de intelectual -se decía entonces- y pelo cuadrado que comenzaba a canar. El vestido de pantalón y camisa por fuera de grandes rayas blancas y negras. La cara seria y sin gestos. Pasaba de cincuenta años.
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Podría decirse que las circunstancias -el hombre siempre es él y las circunstancias- han conducido en Colombia a que se llegue, por primera vez, a un experimento único y sin antecedentes: que cada uno, según su propio ego, sienta el derecho constitucional de lanzarse por los vericuetos de sus ambiciones personales a la Presidencia de la República. Este derecho, hasta ayer no más, era letra muerta en la Constitución Nacional.
Armando Barona Mesa
Cualquier colombiano, viéndole la cara a la Ministra de Las Tecnologías Karem Abudinem, inyectada de furor, sus movimientos airosos, el tono resuelto de su voz al ritmo de su conciencia y marcando con decisión sus palabras y sus gestos, sabe que esa mujer joven y decidida, no se ha robado un solo peso de lo que se han robado otros que ahora tratan de ser invisibles. Pero se atreven, en un país donde todo cabe, a estar preparando como un costoso recontra golpe, una demanda contra el estado colombiano, con un valor seis veces mayor que el inicial de los setenta mil millones de pesos, desaparecidos al vaivén de las olas del Mar Caribe, dejando solo el destello.